Columna

El teatro de la revolución

La intensidad de lo extraordinario deriva en un afán por conservar el poder a cualquier precio

Ali Jamenei se dirige a los miembros de la Fuerza Aérea iraní.EFE

No hay revolución que dure 40 años. La mayoría dejan de respirar en semanas o meses. La intensidad de lo extraordinario deriva en un afán por conservar el poder a cualquier precio. Burocratizan las ideas y los eslóganes. La revolución iraní, que este mes cumple cuatro décadas, pasó en un instante de democrática a teocrática. Jomeini la robó en nombre de dios. El sueño de libertad quedó en distopía religiosa.

El régimen tiene una base sólida asentada en los basiyis, la guardia revolucionaria y los funcionarios. Es un fervor subvencionado y mimado. La crisis económica provocada p...

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No hay revolución que dure 40 años. La mayoría dejan de respirar en semanas o meses. La intensidad de lo extraordinario deriva en un afán por conservar el poder a cualquier precio. Burocratizan las ideas y los eslóganes. La revolución iraní, que este mes cumple cuatro décadas, pasó en un instante de democrática a teocrática. Jomeini la robó en nombre de dios. El sueño de libertad quedó en distopía religiosa.

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El régimen tiene una base sólida asentada en los basiyis, la guardia revolucionaria y los funcionarios. Es un fervor subvencionado y mimado. La crisis económica provocada por las sanciones, una mala gestión del Gobierno y la corrupción galopante han agitado el descontento de jóvenes urbanos de clase media y alta. Las zonas rurales permanecen fieles al régimen.

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En las ciudades se representa una obra llamada Hipocresía. Cada actor-habitante interpreta un papel feliz y de respeto a las normas morales. Abundan las fiestas en casas repletas de minifaldas, bebidas, alcohólicas, sexo, drogas y música occidental. El Gran Satán, como llaman a Estados Unidos, elevado a modelo de vida.

La vieja guardia que hizo la revolución, los Alí Jamenei, consolidaron su poder pese a los intentos de la generación de Ahmadineyad por desplazarles y controlar el reparto de la tarta. Las distintas facciones están unidas frente a los Estados Unidos de Trump, azuzados por el belicoso primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, siempre partidario de bombardear las instalaciones nucleares iraníes.

Más de un 40% de la población no vivió la revolución de 1979. Han crecido en medio de la propaganda sin otros líderes que los religiosos. El 90% de los iraníes son chiíes, una rama minoritaria del islam en la que la mujer tiene mejor trato que entre los suníes. Fueron protagonistas en el derribo de la dictadura del sha.

La mujer iraní trabaja, acude a la universidad y puede conducir y salir sola, pero no quitarse el hiyab en la calle. Las que se rebelaron penaron con cárcel. El límite es la obligación de mantener viva la ficción de moralidad.

Teherán ha ganado la guerra de Irak y tiene ventaja en Yemen. La torpeza consecutiva de George W. Bush y Barack Obama se lo puso en bandeja, como Trump le ha regalado el triunfo en Siria. Oriente Próximo es un puzzle revuelto y peligroso en el que Irán es la gran potencia regional junto a Arabia Saudí y Turquía. La ironía para los neocons que piensan con esquemas de la Guerra Fría es que Irán representa mejor los intereses de Estados Unidos en la zona. Así lo entendió Obama. Trump entiende menos. En su cabeza solo cabe un muro. No es el de México, es uno mental que le separa de la realidad.

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