Columna

Turbopolítica

Como apenas puede gobernar si no es mediante decreto-ley, todo ha de empaparse de la sensación de apremio

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, abandona el hemiciclo del Congreso de los Diputados.Mariscal (EFE)

Los analistas políticos andan –andamos- con la lengua fuera. Estamos todo el día resollando por las esquinas. Los acontecimientos se suceden de forma vertiginosa. La política ha cogido un tempo infernal. La apoteosis de lo nuevo, lo noticiable, aquello que es lo propio de los medios de comunicación, ha prendido de tal manera en nuestros líderes que ya no pueden vivir sin alimentar de continuo al monstruo de la información permanente. El tiempo se comprime, como si estuvieran obligados a hacer cada vez más cosas o estar más presentes en el espacio público por cada unidad temporal disponible. En...

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Los analistas políticos andan –andamos- con la lengua fuera. Estamos todo el día resollando por las esquinas. Los acontecimientos se suceden de forma vertiginosa. La política ha cogido un tempo infernal. La apoteosis de lo nuevo, lo noticiable, aquello que es lo propio de los medios de comunicación, ha prendido de tal manera en nuestros líderes que ya no pueden vivir sin alimentar de continuo al monstruo de la información permanente. El tiempo se comprime, como si estuvieran obligados a hacer cada vez más cosas o estar más presentes en el espacio público por cada unidad temporal disponible. En fin, la política nunca se había entregado de manera más total a los requerimientos de la lógica mediática.

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Esto se ha acentuado desde que Pedro Sánchez llegó a la Moncloa. A la tradicional velocidad de la democracia digital se une, además, la sensación de urgencia. Como apenas puede gobernar si no es mediante decreto-ley, todo ha de empaparse de la sensación de apremio. Deprisa, deprisa. Ahora o nunca parece ser la divisa. Las elecciones están a la vuelta de la esquina, pueden provocarse en cualquier momento, y hay que hacer méritos para presentarse cargados de medallas cuando llegue la convocatoria. Si el anterior Gobierno apenas se sentía obligado a actuar a pesar de los acontecimientos, este padece de lo contrario, actúa por defecto, como si tuviera que resolver en año y medio la larga inacción anterior.

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El problema es que no sabemos cuánta velocidad soportan las instituciones. El bueno de Benjamin Barber decía algo bastante sentado en razón: “los ordenadores son rápidos, como la luz; la democracia es lenta, como el juicio prudente”. ¿Cómo diablos ajustamos estas dos lógicas, la de la democracia digital, a los requerimientos de una democracia deliberativa, la de la pausada reflexión pública? ¿Hemos de entregarnos sin más a las demandas del continuo encadenamiento de trending topics, a la ansiedad por colocar titulares, al vocerío de las redes?

El psicólogo cognitivo Daniel Kahneman, en su conocido libro Pensar rápido, pensar despacio, sostiene que hay algo así como dos circuitos distintos a través de los cuales pensamos. El Sistema1, veloz, intuitivo, emocional; y el Sistema2, lento, deliberativo, lógico. La aceleración de todo contribuye a que, salvo para adoptar decisiones importantes o difíciles, nos dejemos llevar todavía más por el primero de ellos. Aplicado a la política podemos decir que a los sesgos partidistas se une también estas distorsiones cognitivas, muy influenciadas por las informaciones disponibles y la incesante sacudida emocional. Lo que sufre al final es el juicio político bien meditado. “Detenerse a pensar” debería ser la divisa.

Con todo, en una democracia tan judicializada como la nuestra se produce una curiosa asincronía. Una parte de ella –los medios de comunicación, las redes y la clase política– van a la velocidad del rayo; la otra, la justicia, a la de la tortuga. Estos dos sistemas no están sincronizados. Y nosotros, los ciudadanos, caemos así reos de temporalizaciones políticas contrapuestas. Nos estamos perdiendo en el tiempo.

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