Columna

DUI ut des (el salvavidas del 155)

El 21-D tal vez pueda devolverles al poder, pero difícilmente va a devolverles el prestigio

El expresidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, durante una rueda de prensa en Brujas (Bélgica), el pasado 25 de noviembre de 2017. Horst Wagner (EFE)

Quizá a estas alturas para entender a Puigdemont se necesite mejor a psicoanalistas que politólogos. Y si no es así, lo parece. Treinta días después de la DUI, ha pasado del drama shakespeariano del líder enfrentado a la decisión histórica de proclamar la independencia a un esperpento delirante una vez disfrazado de la condición heroica de presidente en el exilio a la espera de la ...

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Quizá a estas alturas para entender a Puigdemont se necesite mejor a psicoanalistas que politólogos. Y si no es así, lo parece. Treinta días después de la DUI, ha pasado del drama shakespeariano del líder enfrentado a la decisión histórica de proclamar la independencia a un esperpento delirante una vez disfrazado de la condición heroica de presidente en el exilio a la espera de la redención de las urnas el 21-D. Con esas ínfulas Puigdemont no logra evitar, en su sobreexposición mediática, el aire de aquellos personajes de tebeo con una mano en el pecho y sombrero de Napoleón paseando por el jardín de un centro psiquiátrico.

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La decisión de Puigdemont ha funcionado bajo la dinámica del cálculo de riesgos. De haber convocado elecciones, un gesto de cierta grandeza para evitar la intervención de Cataluña, habría llegado al final del procés sin que le siguiera nadie en el bloque indepe siquiera por lealtad. La DUI, en cambio, le garantizaba la respuesta del 155, última oportunidad de aferrarse a la lógica victimista. En definitiva, Puigdemont entendió que el 155 era la última oportunidad para salvarse él. Y por eso, aunque hipócritamente se rasguen las vestiduras, actuó bajo la idea de DUI ut des, persiguiendo el 155.

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Claro que entre el relato y la realidad se ha abierto un abismo en el que ya resulta casi imposible establecer conexiones. Treinta días después, el mantra de "el botón nuclear del 155" ya es solo una milonga retórica. El imaginario independentista del Estado autoritario se ha disuelto como un azucarillo. Los muertos de Marta Rovira solo provocan la conmiseración de la mentira imposible. El mito de los presos políticos ya apenas engaña a la clientela más cerril. La condición de perseguido de Puigdemont cada vez suscita más hilaridad incluso en medios internacionales. Y la acusación de unilateralidad del Estado es un chascarrillo para el break del café. Como decía Chirbes en Crematorio, "cuando las ideas no te dejan ver la realidad, no son ideas, son mentiras".

El problema de la huida de la realidad es perderse. O como sostiene un viejo proverbio hebreo: con la mentira se puede ir muy lejos pero es difícil regresar. Y ese es el problema de Puigdemont treinta días después. El relato independentista del Estado autoritario semifranquista al final ha acumulado demasiadas mentiras para sostenerse incluso en TV3: Espanya ens roba, el derecho a decidir, los buenos Mossos, la deuda histórica de la independencia o la represión. El fracaso definitivo es cuestionar Europa. Ahí está el eco ventrílocuo de Rahola pasando de la fe europeísta a "Europa es una mierda". No es fácil un ejemplo tan descarnado de la humorada de Groucho: estos son mis principios, pero tengo otros.

Treinta días después de la DUI y el 155, bajo el guion de la farsa belga, la puntilla del procés ha sido ese marco perdedor de cuestionar Europa. La consigna del "club de estados decadentes" es, literalmente, un fetiche retórico ya usado por Farage o Le Pen. Han llevado a Convergencia desde el cosmopolitismo de Tarradellas al peor nacionalpopulismo, volviendo a la vieja miopía cerril tan españolísima de "Europa es el problema, Cataluña la solución". Qué tiempos estos en que hay que volver a Ortega un siglo después. El 21-D tal vez pueda devolverles al poder, pero difícilmente va a devolverles el prestigio.

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