Tiempos de cambio en la cocina bogotana

En la capital colombiana existe una nueva relación entre los grandes nombres de la gastronomía y las cocinas regionales

El comedor del restaurante Misia, en Bogotá. RESTAURANTEMISIA

No son las ocho de la mañana y estoy sentado en el comedor de Misia con un jugo y una canasta de fritos ocupando la mitad de la mesa. Con ellos llegan tres potes de ají, entre ellos uno condimentado con ajonjolí, sugerente y adictivo, que me tiene encantado, y un pequeño bol con suero costeño, esa crema de leche ácida y amable que enmarca los sabores de algunas cocinas regionales de Colombia. La canasta contiene dos arepas que han rellenado con un huevo crudo antes de freírlas, dos carimañolas con queso, otras tantas con carne y cuatro pequeñas empanadas de maíz con un divertido relleno de pap...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

No son las ocho de la mañana y estoy sentado en el comedor de Misia con un jugo y una canasta de fritos ocupando la mitad de la mesa. Con ellos llegan tres potes de ají, entre ellos uno condimentado con ajonjolí, sugerente y adictivo, que me tiene encantado, y un pequeño bol con suero costeño, esa crema de leche ácida y amable que enmarca los sabores de algunas cocinas regionales de Colombia. La canasta contiene dos arepas que han rellenado con un huevo crudo antes de freírlas, dos carimañolas con queso, otras tantas con carne y cuatro pequeñas empanadas de maíz con un divertido relleno de papa guisada. No puedo con todo, pero disfruto cada pieza mientras repaso la carta descrita en las pizarras enganchadas sobre la barra y calculo qué más pediría si fuera capaz de seguir comiendo.

Me gusta Misia (Carrera 7 Nº 67-39), la segunda marca de Leo Espinosa, por lo que ofrece y sobre todo por lo que significa. De un lado, viene a reivindicar el recetario popular colombiano en plena zona G, el rancio espacio que los bogotanos dedicaron al lujo gastronómico anterior al diluvio universal y que hoy muestra las señales inequívocas de la decadencia. Las cocinas de referencia empiezan a desplazarse a otros espacios, la noche deriva hacia la zona T, por la Carrera 85 y la Calle 74, mientras las propuestas más jóvenes y dinámicas buscan sus propios refugios, como el que definen Salvo Patria, Villanos en bermudas y Mini-Mal, entre las calles 58 y 54. Además, Misia es el referente de un mercado cada día más decidido a volver la vista hacia el territorio.

Es una visita rápida a Bogotá y disfruto lo que veo. Lo más evidente y también lo más interesante es la nueva relación de los grandes nombres de la gastronomía capitalina con las cocinas regionales. Los hermanos Rausch abrieron Local (Calle 90 Nº 11-13), un restaurante volcado en lo colombiano, y Harry Sasson ha seguido la estela presentando Nemo (Carrera 13 Nº 85-46), su segunda propuesta de cocina tradicional. La primera, Club Colombia, no es un dechado de bondad, pero el nacimiento de Nemo refuerza la idea de que hay un cambio de rumbo que exige atención. Lo colombiano se ha hecho un hueco en el ideario de la alta cocina bogotana y parece claro que llega para quedarse. Me lo confirma la visita a Local. Veo una cocina necesitada de tiempo y trabajo, pero con unos cuantos detalles estimulantes. El primero viene con la lectura de una carta que habla de cercanía a través de fórmulas y productos imbricados en las raíces de unos cuantos recetarios regionales. El segundo se concreta con unos divertidos buñuelos de ceviche de chicharrón y, poco después, con las suaves y sabrosas albóndigas con hogao —salsa tradicional a base de cebolla y tomate— y queso. Otros platos no funcionan al mismo nivel, pero lo anterior es motivo suficiente para celebrar. Hay mucha tarea por delante —aprender a conocer y estimar una cocina raramente frecuentada antes por los cocineros más nombrados de la ciudad—, pero abre la puerta de un camino que se augura largo y provechoso.

Villanos en Bermudas (Calle 56 Nº 5-21) es una de las referencias del año. Dos cocineros llegados de fuera —el argentino Nicolás López, el mexicano Sergio Meza—, trabajado en Bogotá con productos de la tierra: sobre el papel, su cocina es tan colombiana como cualquiera. Además, se manejan con un dominio técnico que muestra caminos poco transitados por otros. Ganarán conforme asuman riesgos añadidos, pierdan rigidez y se atrevan a ser más espontáneos. El Mini-Mal de Eduardo Martínez (Travesía 4 Bis Nº 57-52) se maneja en terrenos bien diferentes y vive una evolución que no pasa desapercibida. Todavía puede y debe ir más lejos, pero sigue explorando la despensa colombiana como sólo lo hacen él y Leo Espinosa en Leo cocina y cava (Calle 27b Nº 6-75).

El Chato y la cocina de Álvaro Clavijo (Calle 65 Nº 3b-76) han dado un giro radical. El cambio de local ha sentado las bases de una transformación que se extiende a la cocina. Ha ganado en claridad y precisión, aunque se resiste a salir de una zona de confort construida sobre demasiados lugares comunes. Necesito más emociones.

Archivado En