Columna

Contra los sentimientos

Si no puedo cuestionar los sentimientos ajenos, ¿qué sitio me queda para disentir?

Una mujer llorando durante una manifestación en Barcelona, el pasado 16 de noviembre en Barcelona. Emilio Morenatti (AP)

Sentimiento es una palabra tan escrita, tan proclamada y tan escupida que se ha deshidratado. Millones de bocas, miles de columnas y centenares de discursos políticos la han dejado seca y tiesa. La que era una palabra carnosa, curva y blanda es ahora un palo que amarillea al sol de las plazas.

Con sentimientos se destroza un país y con sentimientos se intenta atar después los cachos que quedan sueltos por el campo. Apelando a los mismos sentimientos que sirvieron para despedazar una convivencia se intenta reconstruir la misma. Como profetas alucinados, abundan los ecuménicos que llaman ...

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Sentimiento es una palabra tan escrita, tan proclamada y tan escupida que se ha deshidratado. Millones de bocas, miles de columnas y centenares de discursos políticos la han dejado seca y tiesa. La que era una palabra carnosa, curva y blanda es ahora un palo que amarillea al sol de las plazas.

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Con sentimientos se destroza un país y con sentimientos se intenta atar después los cachos que quedan sueltos por el campo. Apelando a los mismos sentimientos que sirvieron para despedazar una convivencia se intenta reconstruir la misma. Como profetas alucinados, abundan los ecuménicos que llaman a amar al prójimo, que se solapan con los reproches de quienes no se sienten amados, y al final, el discurso político se convierte en un tarro de miel tamaño nacional donde el melodrama, la performance y el berrinche de guardería ahogan cualquier intento de debatir como adultos escolarizados. Si no puedo cuestionar los sentimientos ajenos —y parece que no puedo—, ¿cómo rebato su postura? ¿Qué sitio me queda para disentir?

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Yo no le quiero a usted. Tampoco quiero a los catalanes. Ni a los españoles. No quiero ni a mi vecino de escalera, ni a mis vecinos de ciudad. No quiero ni a mis escritores favoritos ni al camarero que me trae el postre. Tampoco les odio, aunque a veces me sean odiosos. En general, les soporto. Son una molestia la mayor parte del tiempo. Si el metro viene lleno maldigo la hora punta en vez de aprovechar la oportunidad para estrechar lazos físicos con mis contemporáneos. Me gustan los restaurantes amplios donde no escucho la conversación de la mesa de al lado, las carreteras secundarias sin tráfico y las tiendas donde no me atosigan preguntándome qué deseo. La sociedad es esa masa que se cuela en la fila y aplaude a destiempo en un concierto.

Para convivir con todo el mundo no necesito querer a nadie. Como ciudadano, me bastan su civismo y su declaración de la renta. Puedo ser un misántropo, un señor Scrooge sin fantasmas y, a la vez, un demócrata impecable. La pulsión por querer y ser querido produce categorías inanes y monstruosas a la vez. Un mundo de indios y vaqueros, de buenos y malos. Reduce la enorme complejidad de una sociedad abierta y moderna a su esencia tribal, al sosiego que da saberse de los buenos y tener localizados (y a tiro) a los malos. Así estamos, a garrotazos, preguntándonos qué hacer con todos esos sentimientos desatados en la plaza. Yo tengo una propuesta antifreudiana y muy victoriana: reprimirlos, guardarlos para la alcoba y la hora de cenar. Para que la palabra sentimiento vuelva a hidratarse y deje de ser el hueso seco con el que nos amenazamos.

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