La epanáfora de cada día

La prensa recorta sin miramientos esas continuas y estomagantes repeticiones retóricas de los discursos políticos

En la imagen, el diputado del PP Fernando Martínez Maillo.Claudio Alvarez (EL PAÍS)

Los políticos se copian entre sí los recursos retóricos, como miembros que son de una misma clase social. Si uno dice “choque de trenes”, todos repiten “choque de trenes”. Y en los últimos años se imitan también en las epanáforas. Esta palabra de origen griego designa la figura retórica que se basa en la repetición intencionada de los primeros elementos de una oración.

Los poetas la usan para enfatizar una idea y conseguir al mismo tiempo un efecto de ritmo y sonoridad.Por ejemplo, Miguel Hernández escribió en su Elegía:

“No perdono a la muerte enamorada / no perdono a l...

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Los políticos se copian entre sí los recursos retóricos, como miembros que son de una misma clase social. Si uno dice “choque de trenes”, todos repiten “choque de trenes”. Y en los últimos años se imitan también en las epanáforas. Esta palabra de origen griego designa la figura retórica que se basa en la repetición intencionada de los primeros elementos de una oración.

Los poetas la usan para enfatizar una idea y conseguir al mismo tiempo un efecto de ritmo y sonoridad.Por ejemplo, Miguel Hernández escribió en su Elegía:

“No perdono a la muerte enamorada / no perdono a la vida desatenta / no perdono a la tierra ni a la nada”.

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Quizás la epanáfora más célebre de la política española fue la pronunciada por Adolfo Suárez en su discurso emitido por TVE el 13 de junio de 1977, cuando dijo hasta siete veces consecutivas “puedo prometer y prometo”, para enlazar esos verbos con los complementos que constituían su oferta electoral. Aquel ardid retórico ha extendido su influencia hasta hoy.

Pero una cosa es encontrarse epanáforas de vez en cuando en la poesía o la literatura, y generalmente de calidad en intención y en ritmo, y otra soportar cada día y cada noche un recurso retórico malversado en la política con el que quizás sólo se pretende repetir el sujeto para dedicar así unos segundos más a improvisar el complemento. Esas epanáforas sin estilo producen cansancio, evocan artificio y sugieren simpleza.

He anotado muchos ejemplos (todos los políticos abusan de este recurso), de los que citaré tres recientes.

Inés Arrimadas reprochó a Carme Forcadell el 11 de noviembre pasado que calificara de “simbólica” la declaración de independencia; y añadió: “Lo que no ha sido simbólico es enfrentarnos al resto de españoles. Lo que no ha sido simbólico son las más de 2.000 empresas que se han tenido que ir. Lo que no ha sido simbólico son las fracturas en grupos de amigos”. El portavoz del PP Martínez Maíllo la imitó el miércoles pasado: “Quiero recordar que este procedimiento ha sufrido muchos vaivenes, quiero recordar que ha sido archivado en dos ocasiones, quiero recordar que el ministerio público no acusa (...) y quiero recordar que quien [sic] ha impulsado este procedimiento han sido (...) Izquierda Unida y Adade”. El 3 de octubre pasado, Soraya Sáenz de Santamaría había acudido también a esa figura retórica para contestar a Carles Puigdemont: “Fuera de la ley no hay democracia, fuera de la ley no hay convivencia, fuera de la ley no hay derechos”.

La prensa trata ya con cierto desdén estas repeticiones y las recorta sin miramientos. La declaración de Arrimadas quedó jibarizada así: “Lo que no ha sido simbólico es enfrentarnos al resto de españoles, las más de 2.000 empresas que se han tenido que ir, las fracturas en grupos de amigos”. Y la de Maíllo, de este modo: “Quiero recordar que este proceso ha sufrido muchos vaivenes, que ha sido archivado en dos ocasiones, que el ministerio público no acusa (...)”. Y la que empleó la vicepresidenta se redujo a estos términos: “Fuera de la ley no hay democracia, no hay convivencia, no hay derechos”.

Cuando la epanáfora cae en manos del talento, produce belleza, transmite pasión, crea un poema. El abuso actual, sin embargo, la vuelve estomagante, porque se percibe como un latiguillo y permite interpretar que la mayoría de los discursos políticos no están movidos por un estilo propio, sino que tienen su origen en una gran epanáfora mental.

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