Columna

A mi vecina

COMPARTIMOS UNA PARED que nos une y en cierto modo (o de manera concreta) nos hace partícipes de un mismo cuerpo. Existe entre nosotras una línea ineludible que nos demarca en una vecindad que ya es antigua. Sé cómo recorremos nuestras casas. Me imagino una toma aérea que quiebre la lógica de la privacidad de los espacios como más de una vez lo ha abordado la cinematografía. Somos chilenas. Las dos.

Vemos escenas espantosas que ocurren en la geografía del mundo que parece estallar a cada instante. La violencia se precipita y no existe un espacio posible que contenga la tristeza. Las imá...

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COMPARTIMOS UNA PARED que nos une y en cierto modo (o de manera concreta) nos hace partícipes de un mismo cuerpo. Existe entre nosotras una línea ineludible que nos demarca en una vecindad que ya es antigua. Sé cómo recorremos nuestras casas. Me imagino una toma aérea que quiebre la lógica de la privacidad de los espacios como más de una vez lo ha abordado la cinematografía. Somos chilenas. Las dos.

Vemos escenas espantosas que ocurren en la geografía del mundo que parece estallar a cada instante. La violencia se precipita y no existe un espacio posible que contenga la tristeza. Las imágenes (crueles, insensatas) son emitidas por los noticiarios que seguimos con total fidelidad. Los noticiarios son ahora un espacio cada vez más vertiginoso para dar cuenta de cómo se planifican y se expanden los cementerios sociales. Ha recrudecido la avaricia, lo sabemos. Sí, porque basta mirar los noticiarios para comprender la extensa especulación que salta y nos asalta con la velocidad de una pantera. La pared que compartimos no es inmune a los sonidos.

Los ruidos atraviesan las paredes y ahora mismo, mientras escribo, escucho el rechinar vecino de uno de sus muebles por las tablas.

No somos perfectas o quizás debería decir que somos imperfectas porque formamos parte de la realidad más cotidiana. Sé también que muchas veces nos equivocamos y que después intentamos enmendar. No lo hacemos porque estemos impregnadas por un halo cristiano, sino más bien movidas por la certeza de portar paradojas porque, después de todo, le pertenecemos a la artesanía humana. Los ruidos atraviesan las paredes y ahora mismo, mientras escribo, escucho el rechinar vecino de uno de sus muebles por las tablas.

Vemos los noticiarios. Leemos los (poquísimos) diarios que se editan. Somos en parte virtuales cuando acudimos a Internet, lo sabemos bien, pero no podemos evitar que se repita, se repita y se repita la constante indiferencia que circula por todos los lugares. La voracidad ya parece irreparable. Se vuelve rutinaria. Transita a la manera de los ácaros por los centros mismos de todos los sistemas. Sí, esa voracidad que forma parte de una regla que porta un juego en verdad salvaje. Como somos chilenas, las dos, vemos, entre el incesante paso de los ruidos, las noticias nacionales. Se repiten.

Las cajeras de los supermercados ahora parecen tan cansadas como antes lo estuvieron las esforzadas costureras que poblaban las industrias. Le duelen los brazos a las cajeras, lo sabemos, porque deben anotar y después deslizar las mercaderías. Pero a pesar de todo nos sonríen de manera auténtica cuando compramos en la esquina que nos corresponde. No resulta necesario referirse a los salarios ni menos a la calidad de sus contratos. Eso lo entendemos demasiado bien las dos porque somos chilenas y sabemos cómo el ímpetu fatal de la estela millonaria se traga y devora a las cajeras. Existe una marcada devoción ante los escasos millonarios o billonarios o trimillonarios del mundo. Ya no se puede contar tanto dinero. No alcanza el tiempo de vida ni tampoco el de muerte para consumir las toneladas de riqueza que acumulan.

Pero a nosotras dos todavía nos habita la misma inamovible vocación a la esperanza.

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