Análisis

Se acabó el juego

El bloque secesionista ha llevado a los ciudadanos a asumir como inevitable el desgarro infligido

Carles Puigdemont, en el centro, durante la celebracion en el parlament de la proclamacion de la república catalana.Albert Garcia (EL PAÍS)

La amargura y la tensión con la que España vive el proceso independentista catalán conducen inevitablemente al miedo y la melancolía. El bloque secesionista ha arrastrado al país a una dinámica perversa que lleva a los ciudadanos a asumir como inevitable el desgarro infligido.

Los indepes dominan la escena, como nuevamente demostraron este viernes, e insultan a la verdad. Valga de botón de muestra la resolución aprobada ayer en la que se asegura que Cataluña tiene una autonomía limitada (“más administrativa que política”), que ha recibido un “tratamiento económico profundamente...

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La amargura y la tensión con la que España vive el proceso independentista catalán conducen inevitablemente al miedo y la melancolía. El bloque secesionista ha arrastrado al país a una dinámica perversa que lleva a los ciudadanos a asumir como inevitable el desgarro infligido.

Los indepes dominan la escena, como nuevamente demostraron este viernes, e insultan a la verdad. Valga de botón de muestra la resolución aprobada ayer en la que se asegura que Cataluña tiene una autonomía limitada (“más administrativa que política”), que ha recibido un “tratamiento económico profundamente injusto” y que se ha discriminado su lengua. Imposible no asustarse ante la aparente naturalidad con la que, frente a ciudadanos atónitos y perplejos, han jugado con las palabras, con la verdad, con las emociones y con las instituciones. Y, sin embargo, lo ocurrido este viernes 27 de octubre de 2017 que muchos tendrán la tentación de olvidar puede ser también el principio del fin de esta larga pesadilla.

La aplicación del artículo 155 es una desgracia, un histórico tropiezo que abre un camino inexplorado y, por tanto, incierto. Pero en momentos tan críticos como los actuales conviene tener la cabeza despejada. No hay un mandato popular en Cataluña para declarar la independencia, el bloque secesionista ha violentado la ley obstinadamente y el artículo 155 es legítimo, constitucional y oportuno.

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La historia demuestra el decisivo papel que juegan los políticos. Unos han desatado guerras, otros han devuelto el orgullo a los suyos, otros han conquistado la paz. De ellos depende que una nación progrese o fracase, como demuestran James Robinson y Daron Acemoglu. No es, por tanto, ilusorio pensar que Cataluña, liberada del alcance y el poder de un puñado de políticos insensatos, recobre su normalidad y su pleno autogobierno gracias al 155. El camino será, seguramente, largo y tortuoso. Se ha alentado (y utilizado) a las masas y será difícil abandonar la épica independentista (favorecida en ocasiones por torpezas ajenas) de la noche a la mañana. Pero Cataluña puede volver al cosmopolita, plural y democrático espacio que ha ocupado durante estos 40 años en cuanto el respeto a la ley vuelva a regir la vida de todos. Porque es dudoso que esos políticos que han retorcido tanto los argumentos y han abusado de su autoridad sean capaces de seguir liderando ningún movimiento cuando dejen de tener acceso al dinero y las prebendas públicas inherentes a sus cargos. Porque es urgente evitar que Cataluña siga en sus manos perdiendo la confianza ciudadana y empresarial.

Cataluña necesita otros políticos (parecidos a los que siempre tuvo) y el artículo 155 puede desembocar en el fin deseado por los demócratas. Rajoy ha prometido mesura en la aplicación del 155. A ello debe atenerse, pero en estos momentos la democracia española necesita el espaldarazo de la convicción de los demócratas. Una cosa es segura y alentadora: para algunos se acabó el peligroso y tramposo juego que nos ha traído hasta aquí.

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