Columna

Europa respira

Durante ocho segundos, Cataluña ha sido república y Puigdemont su jefe de Estado

El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, este jueves, en Bruselas.Vídeo: GEERT VANDEN WIJNGAERT (AP) / REUTERS-QUALITY

Durante unos pocos días Cataluña ha sido el mayor dolor de cabeza de la Unión Europea. Tras cinco años sin atención internacional, al fin el conflicto entre Barcelona y Madrid ha emergido como un problema europeo de un potencial destructivo mayor incluso que el Brexit. Esto es lo que querían los dirigentes del procés, pero justo cuando se asomaban al abismo han tomado conciencia del desperfecto que estaban punto de perpetrar, no en España, como desea parte del secesionismo, sino en el pro...

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Durante unos pocos días Cataluña ha sido el mayor dolor de cabeza de la Unión Europea. Tras cinco años sin atención internacional, al fin el conflicto entre Barcelona y Madrid ha emergido como un problema europeo de un potencial destructivo mayor incluso que el Brexit. Esto es lo que querían los dirigentes del procés, pero justo cuando se asomaban al abismo han tomado conciencia del desperfecto que estaban punto de perpetrar, no en España, como desea parte del secesionismo, sino en el proyecto de integración europea, que es la idea política más preciosa y civilizada imaginada por la humanidad en toda su historia.

Europa no se podía permitir una secesión insurreccional que infectara el continente en la zona de máxima estabilidad de sus fronteras. De ahí la contundencia de los mensajes dirigidos a Puigdemont respecto al Estado de derecho y al cumplimiento de los deberes constitucionales. Retirar la declaración unilateral de independencia (DUI), invalidar el plebiscito del 1-O y dar por no aprobadas las leyes de desconexión son requisitos para el regreso a la normalidad democrática y a la posibilidad de un diálogo sobre el futuro de Cataluña. No ha sido Rajoy quien se lo ha dicho a Puigdemont, sino Europa entera.

Solo faltaba que el independentismo catalán evocara el caso de Eslovenia, como modelo de una secesión a plazos, a partir de un referéndum con mediación europea final. Era mentar la bicha. Los 74 muertos y 300 heridos de la guerra de diez días entre serbios y eslovenos fueron solo el aperitivo de las guerras yugoslavas (diez años, 130.000 muertos, cuatro millones de desplazados), que nos recordaron el pasado de sangre y fuego del que venimos.

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Hay un balance de daños que ya pesa gravemente sobre los catalanes. Cataluña tiene hoy menos poder efectivo, económico sobre todo, pero también político y de influencia. Sin entrar en el desprestigio de sus instituciones, especialmente de la presidencia, tras culminar los cinco años de desgobierno con una falsa declaración de independencia, una auténtica exhibición de fake news capaz de alejar por una larga temporada la atención de la opinión internacional después de mantenerla en vilo durante las últimas semanas.

Esto se ha acabado. La gloria de Puigdemont ha durado ocho segundos, entre la frase en que asume los resultados del plebiscito y la siguiente en que declara la suspensión de la independencia que no llegó a nacer. Este instante es el tiempo de vida de la república y de Puigdemont como su jefe de Estado. El fruto más precioso de esta aventura es que el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, se le dirigiera directamente para conminarle a eludir el paso irreversible que iba a dar y no dio. Hemos transgredido la prohibición de Tarradellas: sobre todo no hagamos el ridículo.

Ahora Europa solo espera una cosa, no de Puigdemont sino de Rajoy. Que lo haga bien. Que no se equivoque. Que no humille a nadie. Que regrese con los catalanes de la mano al método europeo por excelencia, que es el del diálogo, la negociación y el pacto.

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