Columna

El fantasma de Rosa Parks

Habría que tener más cuidado al nombrar figuras históricas que, si bien no son dioses, tienen rango de santos laicos

Carles Puigdemont en el acto de apertura de la campaña del referéndum del 1 de octubre.David Ramos (Getty Images)

Contra lo que dice la doctrina religiosa, nombrar a Dios en vano no supone un agravio, por feo que le pueda sonar a un creyente, pero habría que tener más cuidado al nombrar figuras históricas que, si bien no son dioses, tienen rango de santos laicos. Como Rosa Parks, entronada como patrona de todo el que se dispone a desobedecer una ley. En términos formales, la analogía es válida: yo, alcalde/funcionario/ciudadano que lucha por la independencia de Cataluña, incumplo unas leyes injustas que ...

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Contra lo que dice la doctrina religiosa, nombrar a Dios en vano no supone un agravio, por feo que le pueda sonar a un creyente, pero habría que tener más cuidado al nombrar figuras históricas que, si bien no son dioses, tienen rango de santos laicos. Como Rosa Parks, entronada como patrona de todo el que se dispone a desobedecer una ley. En términos formales, la analogía es válida: yo, alcalde/funcionario/ciudadano que lucha por la independencia de Cataluña, incumplo unas leyes injustas que no reconozco, del mismo modo que Rosa Parks se rebeló contra las leyes Jim Crow de Alabama. Pero el símil se desguaza en cuanto nos preguntamos en qué sentido un catalán del siglo XXI puede sentirse con respecto a España como un negro del sur de Estados Unidos con respecto a las leyes segregacionistas. Son tantísimas las distancias que hay que salvar entre ambas, llamémosles, opresiones, que un activista por los derechos civiles de Alabama de 1955 que se pasee por la Diagonal de 2017 en busca de ciudadanos apaleados, clamaría, ofendido: estos señores que salen de los restaurantes, ¿dicen que sufren como yo?

La invocación a Rosa Parks es un síntoma de la histeria que ha dominado el debate catalán desde el principio y que ha conducido a la situación límite en que se encuentra. En la última década, España ha visto crecer la miseria, desmantelarse su sistema bancario, hundirse sectores económicos enteros y asomar graves conflictos sociales que parecían impensables y olvidados, pero ninguno de estos problemas (ni siquiera con el 15M mediante) se ha abordado con el desquiciamiento, el griterío y la hipérbole con los que se discute sobre Cataluña, que, por comparación, debería parecerse más a una discusión aburrida de leguleyos y catedráticos, material poco inflamable para la plaza, casi ignífugo, como el acta de una reunión de comunidad de vecinos. ¿Qué hace de la cuestión catalana algo tan dado a expresarse en términos de tragedia de Lorca? El sentimiento patriótico, que convierte ofensas rutinarias en agravios que reclaman venganza.

Cuando alguien se siente Rosa Parks y no distingue entre los funcionarios y políticos del Estado español y el Ku Klux Klan, no solo se vuelve imposible el acuerdo, sino la mera posibilidad de una discusión. Ahora, con fiscales y jueces de por medio, es muy tarde para ponerse ingenuo, pero si queremos recomponer los puentes (y somos muchos los que lo queremos), deberíamos empezar por bajar el volumen y abandonar los símiles ridículos. Frenar, echar un vistazo y debatir acerca de lo que existe, no de los monstruos que la imaginación construye. ¿Estamos a tiempo de calmarnos y dejar tranquilos a los fantasmas de Rosa Parks y de Luther King?

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