Libertad condicional

En aquel momento no había nadie, que sin haberse movido siquiera del sito, no se sintiera bailando con ella. Por primera vez en meses se sintieron libres.

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No quería pensar en nada pero las imágenes de aquel año que desde que comenzó intuyó no le traería nada bueno, se agolpaban sin pedir permiso y con inusitada urgencia. Demasiados cambios, demasiadas prisas, demasiadas ausencias. Un vacío negro que atenazaba su corazón y le había urgido a saltarse la costumbre y hacer aquel viaje solo. Sin fin ni casi destino.

Miraba al infinito y solo sentía desierto cuando la vio pasar delante del chiringuito y se esfumaron los fantasmas. Era menuda, de rostro dulce y sonrisa fácil. Llevaba un vestido ligero, ni corto ni largo, de esos que gritan: “¡No...

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No quería pensar en nada pero las imágenes de aquel año que desde que comenzó intuyó no le traería nada bueno, se agolpaban sin pedir permiso y con inusitada urgencia. Demasiados cambios, demasiadas prisas, demasiadas ausencias. Un vacío negro que atenazaba su corazón y le había urgido a saltarse la costumbre y hacer aquel viaje solo. Sin fin ni casi destino.

Miraba al infinito y solo sentía desierto cuando la vio pasar delante del chiringuito y se esfumaron los fantasmas. Era menuda, de rostro dulce y sonrisa fácil. Llevaba un vestido ligero, ni corto ni largo, de esos que gritan: “¡No miro el reloj y me pongo lo que me da la gana! De la mano, una niña de no más de seis años; a su lado un crío rubio que no levantaba un palmo del suelo. Descalzos sobre la arena, estaban disfrutando de un paseo en ese momento del ocaso en el que la luna y el sol se confunden y las olas no baten la orilla sino que la acarician.

Intuía que la música seguía llegando a sus oídos cuando las luces ya sólo le permitían vislumbrar su silueta. Sus ojos se resistían a abandonarla porque esperaba un aliento en mitad de las que para él sólo eran tinieblas. No le defraudó.

Del suave bamboleo al ritmo de la canción que sonaba ya atenuada para ella, pasó a cimbrear la cintura. Los saltitos con los que animaba a bailar a su pequeña se transformaron en giros, brazos al aire, dos niños danzando a su alrededor y un embelesado padre grabando la escena.

Desde el observatorio playero ni él ni nadie del resto de la clientela atendían ya a los cócteles, ni a la minifalda de la camarera, ni al DJ que lo había provocado todo. Mucho menos a los negros pensamientos que habían amenazado con amargar la noche. En aquel momento no había nadie que, sin haberse movido siquiera del sitio, no se sintiera bailando como lo hacía ella.

Por primera vez en meses se sintieron libres. Respiraron tranquilos, almacenaron la escena en el cajón de los recuerdos de los que se echa mano en los momentos de urgencia, y siguieron charlando, mirando al mar o soñando despiertos.

Él sorbió su bebida con una sonrisa, la primera desde que pasó todo. Y supo que sería capaz. Que podría continuar. Que volvería a intentarlo otra vez.

Ocurrió a la orilla del Mediterráneo. En vacaciones.

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