Análisis

Tiene un deber

Nada le impide lanzar en la Diada una proclama a los catalanes en catalán

Mariano Rajoy durante una rueda de prensa tras el despacho con el Rey en Palma.ENRIQUE CALVO (REUTERS)

Cuando el diálogo está roto, cuando la amenaza unilateral impera, cuando el único contacto es o protocolario o judicial, ¿queda algún margen para la iniciativa política?

Es una pregunta rara porque el Gobierno español ha carecido casi completamente de iniciativa más allá de la indispensable estrategia jurídica en pro de la defensa de la legalidad democrática. Pero aunque sea extraña resulta pertinente, porque todos los litigios históricos que se han encauzado hacia buen puerto han combinado firmeza y flexibilidad, valores y renuncias, eso que vulgarmente se conoce como palo y zanahoria....

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Cuando el diálogo está roto, cuando la amenaza unilateral impera, cuando el único contacto es o protocolario o judicial, ¿queda algún margen para la iniciativa política?

Es una pregunta rara porque el Gobierno español ha carecido casi completamente de iniciativa más allá de la indispensable estrategia jurídica en pro de la defensa de la legalidad democrática. Pero aunque sea extraña resulta pertinente, porque todos los litigios históricos que se han encauzado hacia buen puerto han combinado firmeza y flexibilidad, valores y renuncias, eso que vulgarmente se conoce como palo y zanahoria.

Planteado por la Generalitat secesionista el ultimátum de que se asuma un referéndum unilateral e ilegal (y ya no ningún otro de otro género), verificada su proclividad a emprenderlo de manera que divide a los ciudadanos catalanes, y comprobada la trayectoria de desafío a la normativa democrática, queda poco espacio para una negociación inmediata, el escenario que debería haber imperado en todo momento. Poco, más bien ninguno.

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Pero si hasta octubre no hay margen para negociar, sí lo hay para dialogar. Desde luego entre los ciudadanos y sus representantes. Y lo hay también para que los gobernantes emitan señales, realicen gestos y pergeñen símbolos de que se pretende una salida pactista. Confiar en un éxito del Estado de derecho no debe equivaler a perseguir una humillación de los secesionistas (entre otras cosas, son bastantes) y, menos aún, en una derrota de los catalanes como colectividad. Solo puede confiarse en una solución dialogada al encaje de Cataluña en España si antes del 1 de octubre se dan señas de que se pretende que a partir del 2 de octubre la convivencia (entre las fuerzas que sean del caso), incluso la complicidad, vuelva a ser posible. Y pistas que faciliten también la reconciliación de la fragmentada ciudadanía catalana: el malhadado envite refrendario provocará heridas, y habrá que suturarlas; generará frustraciones, y deberán ser cauterizadas. Esa asignatura no se aprobará solo con la aplicación de la ley, sino que requerirá también de política y señales.

Hay que prefigurarla desde ya. Los gestos no son concesiones. La intención de entenderse no equivale a ninguna rendición. El reconocimiento del hecho diferencial y del ímpetu nacional catalán no implican pérdida de ventajas negociadoras, a no ser que se pretenda un resultado de vencedores (alicaídos) y vencidos (provisionales). Nada impide al presidente del Gobierno lanzar en la próxima Diada del 11 de septiembre una proclama a los catalanes, y en su lengua propia, aclarando que su intención después del día D es sentarse a dibujar en común el futuro común. ¿En lengua catalana? Pues claro, como hace el rey Felipe; como hacen en los distintos idiomas de sus países el primer ministro belga o el presidente de la Confederación Helvética; como cualquier responsable de una nación multilingüe y pluricultural.

Una proclama así, desprovista de cursis declaraciones emocionales, podría activar la fibra sensible más íntima y determinante de los catalanes, incluso de su identidad múltiple, superpuesta y cambiante: la pasión indeclinable por su lengua. ¿Sólo un gesto? dirían algunos. Obvio, pero los ciudadanos no se alimentan solo de lo tangible-material; también de lo ideal-espiritual: los garbanzos y el himno (mejor de la alegría). El cemento más sólido de una sociedad avanzada y compleja se llama reconocimiento (de la diferencia) y respeto (a quien la encarna).

¿Nada más allá del gesto? Lo ideal sería que este apuntase, además, horizontes: la voluntad de crear un grupo de sabios para inventariar problemas; de convocar una comisión parlamentaria para desbrozar medidas; de establecer una mesa para un diálogo estructurado sobre las propuestas recibidas (de los presidentes Artur Mas y Carles Puigdemont) y nunca vehiculadas; de comprometerse a identificar posiciones comunes con aquellos (como el principal partido de la izquierda) que más han avanzado en la formulación de alternativas detalladas (Declaración de Granada de 2013; proposición de ley de pluralidad lingüística de 13 de febrero, declaración del 14 de julio PSC-PSOE).

Un gesto así, con apuntes concretos, contribuiría a disminuir la responsabilidad por haber iniciado las hostilidades con un seudo-referéndum contra el Estatut de 2006, aunque esta ceda ahora el paso a un desafío mayor y desproporcionado; ayudaría a visualizar que España, como Estado, no es enemiga de ningún español, ni hostil a ninguna de sus comunidades. Quizá serviría para rebajar la creciente tensión que nos espera hasta el conato trágico del referéndum fallido. Y para reiniciar al día siguiente la conversación. Porque una nación es, sobre todo, un intercambio diario de ideas e ilusiones; no de amenazas de unos y prohibiciones de otros.

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