Columna

La pasión de enseñar

EN BACHILLERATO, en matemáticas, fuimos los conejillos de Indias con los que se experimentó la llamada teoría de los conjuntos. Una novedad que los profesores trataban de explicar y nosotros de entender sin producirse ninguna feliz intersección. Hasta que apareció José Pérez; en confianza, Pepe Pérez. Explicaba con tal entusiasmo, resonancia y entonación que la teoría de conjuntos nos pareció una banda sonora de Massachusetts a la que había que aplaudir. Lo mismo ocurrió a la hora de situarnos ante el muro de las ecuaciones. Decían que era de Valencia, pero estábamos seguros de que había nacid...

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EN BACHILLERATO, en matemáticas, fuimos los conejillos de Indias con los que se experimentó la llamada teoría de los conjuntos. Una novedad que los profesores trataban de explicar y nosotros de entender sin producirse ninguna feliz intersección. Hasta que apareció José Pérez; en confianza, Pepe Pérez. Explicaba con tal entusiasmo, resonancia y entonación que la teoría de conjuntos nos pareció una banda sonora de Massachusetts a la que había que aplaudir. Lo mismo ocurrió a la hora de situarnos ante el muro de las ecuaciones. Decían que era de Valencia, pero estábamos seguros de que había nacido ya con aquellos lentes gruesos y de efecto psicodélico en alguna incubadora espacial de la Vía Láctea.

Por lo demás, cuando se le terminaba la tiza o la palabra, parecía tan desvalido en este mundo que nosotros nos portábamos bien.

Casi siempre.

Pepe Pérez explicaba con tal entusiasmo, resonancia y entonación que la teoría de conjuntos nos pareció una banda sonora de Massachusetts a la que había que aplaudir.

Lo más sorprendente fue cuando se encontró con un avión de papel a sus pies, un día de examen. Era obra de un compañero muy osado, un “emprendedor”. En un acto de gamberrismo solidario, copió en una hoja las preguntas del examen, dobló el papel hasta darle la forma de avión de caza y lo lanzó en misión de combate hacia la ventana que daba al patio, donde esperaban el aterrizaje sus colegas de la siguiente clase. Pero aquel phantom de papel hizo un extraño, batió en el techo y cayó a la altura del profesor. El matemático lo recogió del suelo, lo estudió con asombro, como quien tiene en las manos un lepidóptero futurista, se acercó a la ventana y lo echó a volar con alegría hacia el patio.

Ese día supimos que Pepe Pérez, viniese de Valencia o de un planeta lejano, era de verdad un sabio.

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Hay libros que hablan, no solo con la boca de la literatura, y que se escuchan como una lección apasionante. Porque a veces se olvida que lo que hace diferente una enseñanza de otra es, sobre todo, la pasión de enseñar. Y es esa chispa la que enciende la pasión de aprender. Por un momento pensé que era él, nuestro extraño profesor de matemáticas, el que hablaba en La conquista del cerebro (Blackie Books). Metamorfoseado en Daniel Tammet. Una buena forma de presentar a Tammet, el mayor de nueve hermanos de una familia obrera, es que en el patio del colegio su entretenimiento favorito era ponerse delante de un árbol y contar las hojas. Su madre pensaba que había heredado la epilepsia del padre, pero lo que diagnosticaron fue que padecía el síndrome de Asperger, un trastorno autista, y más adelante el síndrome del sabio (del savant). De una manera simple, un autista superdotado. Y un magnífico contador de historias, con una ironía que desarma al cociente intelectual y hasta a la inteligencia artificial. Tammet, de 38 años, cuenta con cierta comicidad el momento en que evaluaron su cociente intelectual. El resultado fue tan espectacular, 150 según la escala WAIS, en el tope máximo de la “inteligencia muy superior”, que le propusieron ingresar en el Mensa, una especie de club exclusivo de la élite superdotada. Daniel Tammet no quiso ingresar. Era una manera de criticar la banalidad y el uso jerárquico de esas pruebas. Y prueba de su inteligencia es que para no entrar en el Mensa no dudó en citar a Groucho Marx: “No quiero pertenecer a ningún club que me acepte como socio”.

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Hay un momento magnífico en La conquista del cerebro y es cuando se describe el conocimiento como una experiencia de felicidad y placer. En el caso de Tammet, uno de los momentos más intensos está asociado al número pi. Ya saben: 3,1416… Ocurrió en Oxford, en 2004, cuando recitó de memoria 22.514 decimales de esa constante matemática. “Aunque los números de pi son completamente aleatorios desde un punto de vista matemático, mi representación interna de ellos no lo era en absoluto, sino que estaba llena de trazos rítmicos y estructuras de luz, color y personalidad”. Lo que recitaba Tammet era poesía. Un número pi lorquiano.

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La manera en que yo veo ahora los 22.514 decimales del número pi es la de un enjambre. Estoy maravillado con la lectura de Un año en los bosques (Errata Naturae), de Sue Hubbell. Ella me ha enseñado, entre otras muchas cosas, que las abejas saben más que nosotros sobre la fabricación de miel.

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