Columna

La vida social del genio

EN UNA RECOPILACIÓN de textos de Glenn Gould realizada por su amigo y colaborador Bruno Monsaingeon, el gran pianista canadiense afirma: “Todo creador que quiere producir una obra digna de interés debe resignarse a ser un personaje social relativamente mediocre”. Considerado con razón como uno de los genios musicales del siglo XX, Gould fue perseguido en vida por una tenaz reputación de excéntrico, que algunos hechos parecen avalar: siempre llevaba consigo una silla desvencijada y uno o dos pares de guantes, mojaba sus manos en ...

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EN UNA RECOPILACIÓN de textos de Glenn Gould realizada por su amigo y colaborador Bruno Monsaingeon, el gran pianista canadiense afirma: “Todo creador que quiere producir una obra digna de interés debe resignarse a ser un personaje social relativamente mediocre”. Considerado con razón como uno de los genios musicales del siglo XX, Gould fue perseguido en vida por una tenaz reputación de excéntrico, que algunos hechos parecen avalar: siempre llevaba consigo una silla desvencijada y uno o dos pares de guantes, mojaba sus manos en agua caliente antes de tocar, a veces se descalzaba durante los conciertos, nunca tocaba con partitura pero a menudo se exaltaba tanto mientras lo hacía que parecía tocar el piano con la nariz, y en la cúspide de su carrera dejó de dar conciertos y se dedicó en exclusiva a grabar discos. Lo cierto, sin embargo, es que estas anomalías aparentes obedecían a motivos por completo razonables: eran, como dice el propio Gould, “las consecuencias visibles de una actividad sumamente subjetiva”. Todo lo cual explica el título del libro de Monsaingeon: No, no soy en absoluto un excéntrico.

Es lo que suelen decir los genios, o simplemente los creadores de verdad. Primero, porque la normalidad no existe, es una estafa, y por tanto la excentricidad también; y segundo, porque, a menos que se trate de Salvador Dalí, quien va de genio excéntrico suele ser un estafador, como quien va de virtuoso suele ser un canalla y quien va de amante de la verdad un mentiroso (ni siquiera Dalí iba siempre de excéntrico. “Yo no soy normal”, dijo una vez, genialmente. “Soy supernormal”): quien va de genio excéntrico suele ser un estafador porque, como sabe que no puede atraer la atención por lo que hace, intenta atraerla por lo que parece. Cosa que conecta con lo que Gould decía sobre la mediocridad social del creador. La afirmación puede chocar. Víctima de un exceso de generosidad, mucha gente imagina que los grandes creadores deben de ser personajes fascinantes, seductores que brillan en sociedad con su conversación, su gracia y su ingenio; la realidad suele ser la contraria: que al creador le interesa tanto su creación y está tan absorto en ella que todo lo demás le trae sin cuidado, empezando por la vida social. Esto explica que tantos grandes creadores decepcionen a sus admiradores cuando estos acaban conociéndolos; de hecho, si no los decepcionan –y sobre todo si son todavía mejores en persona que en sus creaciones– es que no son tan grandes como parecen, porque eso significa que no han invertido lo mejor de su talento en su creación.

Esto explica que tantos grandes creadores decepcionen a sus admiradores cuando estos acaban conociéndolos.

“Yo soy escritor por escrito”, solía disculparse Bioy Casares con quienes esperaban que, además de ser un gran escritor, fuese un gran orador. Tal vez por eso le dijo en una ocasión a su amigo Borges: “La presencia de una virtud en grado superlativo en una persona nos mueve a adjudicarle todas las otras virtudes. Si una persona es valiente, creemos que es buena y generosa y desinteresada y delicada y leal; tal vez no lo sea”. Claro que no, y por eso un gran escritor no tiene por qué ser un gran orador, o no siempre. Durante el verano de 1982 perseguí precisamente a Borges por toda España igual que un hincha violento y cervecero. Era mi escritor favorito, y descubrí que hablaba casi tan bien como escribía; de hecho, jamás he vuelto a escuchar a un orador tan brillante. Pero en 1955, casi 30 años atrás, en los salones literarios de Buenos Aires, cuando Borges aún no era Borges, un lúcido exiliado polaco llamado Witold Gombrowicz lo describió hablando “deprisa y de una manera incomprensible”. Entonces el mejor orador era el peor orador, y el seductor deslumbrante era un hombre socialmente mediocre.

¿Cómo se explica ese cambio radical? ¿Sólo porque al Borges de 1955 las audiencias aún no le escuchaban con devoción? ¿O es que en 1955 estaba demasiado ocupado en su obra como para ser elocuente fuera de ella y en 1982, cuando ya había escrito sus mejores libros, debía resignarse a brillar en sociedad y a ser un conversador lleno de ingenio y un personaje que fascinaba a todos? Puede ser: esas cosas tristes también les ocurren a los genios.

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