Columna

Querida Juana

ME HAN contado que vives retirada en el campo, lejos de la ciudad y del áspero ruido de las puntas contra la madera del suelo manchado de resina. Tu madre dio clase hasta una edad muy avanzada. La recuerdo sentada muy recta en su silla y con un palo –¿un palo o un bastón?– entre sus manos. Era una mujer dulce y poco habladora, al menos en apariencia muy distinta a ti, que te gustaba chillar por encima del piano que hacía sonar aquel maestro calvo y bondadoso. Yo me moría de miedo, porque la tomabas conmigo con frecuencia. Solías repetirme que no podía desperdiciar mi talento, que tenía que dar...

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ME HAN contado que vives retirada en el campo, lejos de la ciudad y del áspero ruido de las puntas contra la madera del suelo manchado de resina. Tu madre dio clase hasta una edad muy avanzada. La recuerdo sentada muy recta en su silla y con un palo –¿un palo o un bastón?– entre sus manos. Era una mujer dulce y poco habladora, al menos en apariencia muy distinta a ti, que te gustaba chillar por encima del piano que hacía sonar aquel maestro calvo y bondadoso. Yo me moría de miedo, porque la tomabas conmigo con frecuencia. Solías repetirme que no podía desperdiciar mi talento, que tenía que darlo todo en cada clase. Y si no me veías sudar goterones, el grito estaba garantizado. Escribo estos recuerdos que parecen amargos y al tiempo me muero de risa. Porque es verdad que tú eras severa y yo perezosa. Adoraba bailar desde los cuatro años. Pero al llegar a la preadolescencia, las lecciones me caían encima como una losa. El ballet pasó entonces a un segundo plano, pero aun así, acudía a tu clase de hora y media diaria. Algunos sábados, incluso, me codeaba con los profesionales y hacía barra mano a mano contigo.

Una tarde de primavera, estalló la tormenta. Recuerdo nuestro final como abrupto, seco, apenas nos despedimos. Había comprendido que mi cerebro, al contrario que el resto de mi cuerpo, se rebelaba ante la disciplina del ballet profesional. Caminar hacia un futuro de pies ensangrentados no me asustaba. Temía tirarme de cabeza a un pozo que preveía lleno de infelicidad. Tenía 17 años, eché por la borda toda mi formación de bailarina y me quedé tan ancha. Ni un minuto pensé en la ilusión truncada de que tu alumna preferida (sé que lo fui, sobra ya la falsa modestia) llegara a ser una maravillosa Giselle o Carmen. Simplemente cerré la puerta.

“Tenía 17 años, eché por la borda toda mi formación de bailarina y me quedé tan ancha”.

Pasaron los años y sucedió algo inesperado: comencé a soñar que bailaba. No en un escenario, sino en el aula. Muchas noches volvía a las clases, a los plié, a los tendu y jeté, al esfuerzo de saltos y piruetas, a las puntas contra la resina pegajosa. Pero sin miedo, sin angustia, sin examen. Y entonces también volví a pensar en ti: “¿Qué será de Juana?”, me preguntaba al despertar. Esos sueños no eran más que el síntoma de una extraña añoranza que no podía sacudirme.

Tienes que saber que volví hace cinco años ya. Un regreso como el de Paul Newman al final de El color del dinero: con mil años encima y el culo más gordo. Mi nueva profesora me dice: “Quien tuvo, retuvo”. Igual es verdad. O no. Lo importante es que ahora bailar me hace feliz, a pesar de cabrearme porque mi cuerpo no responda como antes.

Me pregunto cómo hubiera sido mi vida de haber elegido el camino que tú trazaste para mí. Y te imagino con tus maravillosos ojos grises practicando de cuando en cuando algún rond de jambe. Y a cuestas con ese mal humor que ahora me hace sonreír.

Qué tendrá el ballet, Juana, que de una u otra forma nos acompaña toda la vida. Como un amigo que viene y va pero nunca desaparece. A ti te debo esa amistad incombustible, ese placer que nadie puede arrebatarme.

Gracias, maestra.

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