Rara Arbus

Hombre disfrazado de mujer con guantes, Hempstead, L. I., 1959.Roz Kelly

LLEVABAN CASI una década haciendo producciones de moda para revistas. Allan disparaba, Diane se aseguraba de que la ropa de las modelos luciera correctamente. Se habían conocido 20 años antes, cuando ella tenía 13, en los grandes almacenes de la Quinta Avenida propiedad de su acaudalada familia. Él era un simple empleado en el departamento de arte, pero la precoz princesita judía quedó prendada. Se casaron cinco años después, Allan le regaló su primera cámara, tuvieron dos niñas, empezaron a trabajar en reportajes de moda.

Un buen día de 1956, Diane anunció que no podía más, que nunca v...

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LLEVABAN CASI una década haciendo producciones de moda para revistas. Allan disparaba, Diane se aseguraba de que la ropa de las modelos luciera correctamente. Se habían conocido 20 años antes, cuando ella tenía 13, en los grandes almacenes de la Quinta Avenida propiedad de su acaudalada familia. Él era un simple empleado en el departamento de arte, pero la precoz princesita judía quedó prendada. Se casaron cinco años después, Allan le regaló su primera cámara, tuvieron dos niñas, empezaron a trabajar en reportajes de moda.

Un buen día de 1956, Diane anunció que no podía más, que nunca volvería a hacer ese trabajo, y abandonó el estudio. Arrancaba así la carrera de una de las artistas más controvertidas y fascinantes del siglo XX. Desde entonces y hasta que se quitó la vida en 1971, con 48 años, Arbus fijó su objetivo en los márgenes y clavó su cautivadora mirada –osada, íntima e impertinentemente curiosa– en enanos, gigantes, travestis o discapacitados mentales. Fueron sus queridos freaks, cuyas excentricidades, rarezas o taras les colocaban, según la fotógrafa, en un escalón superior: “La mayoría de la gente va por la vida temiendo tener una experiencia traumática. Los freaks nacieron con su trauma.

Diane Arbus, en un retrato tomado en 1968.

Ya han aprobado el examen de la vida. Son aristócratas”. Arbus también fotografió la vida en los suburbios, rollizos bebés, salas de cine, restaurantes vacíos o a figuras conocidas, siempre tratando de desvelar el revés, un inquietante ángulo grotesco de la vida. El escritor Norman Mailer, que posó para ella, dijo que darle una cámara a Diane era como entregar una granada de mano a un niño. Y es que Arbus hace saltar por los aires convenciones y amabilidades, no hay rodeos en su cara a cara. Puede ser que, por idénticas razones, su vida produzca la misma insaciable curiosidad que ella sentía por los sujetos a quienes fotografiaba. ¿Quién fue esta mujer menuda que reivindicó la subjetividad con su cámara?

Clavó su cautivadora mirada en enanos, travestis o discapacitados mentales. Fueron sus queridos ‘freaks’.

Poco después de dejar a Allan plantado en el estudio, Arbus numeró su primer rollo de película y empezó a disparar por calles y cines con una cámara de 35 milímetros. “Odiaba la fotografía de moda porque la ropa no pertenecía a quien la llevaba puesta. Cuando la ropa es de quien se la pone, transporta los fallos y las características de la persona, y es maravillosa”, explicó tiempo después. Ese crítico portazo de 1956 es el punto de partida tanto de la nueva biografía Diane Arbus: Portrait of a Photographer (Diane Arbus, retrato de una fotógrafa), de Arthur Lubow, como de la exposición Diane Arbus: In the Beginning que, hasta el 27 de noviembre, se muestra en el histórico edificio de Marcel Breuer, la nueva sede satélite del Metropolitan Museum (Nueva York), antes de viajar a San Francisco en enero.

Mujer en un autobús, Nueva York, 1957.

Cerca de 70 imágenes del centenar largo que comprende la exposición son inéditas. Forman parte del legado de la artista depositado desde 2007 en los fondos del Metropolitan por sus hijas y celosamente guardado. Muchas de esas fotos quedaron durante años olvidadas en cajas, depositadas en el cuarto oscuro que Arbus compartió con su esposo en el West Village tras su separación en 1959. Poco flas, formato apaisado y una cierta distancia con los sujetos fotografiados que poco a poco se va rompiendo. Diane había tomado unas clases con Berenice Abbott en el New School, pero fue bajo la tutela de Lisette Model cuando realmente consiguió su estilo. La cámara de medio formato Rolleiflex con la que disparó a partir de 1962 –año en el que se detiene la exposición– le permitió ahondar en el detalle (las cejas dibujadas a lápiz; los calcetines calados de las gemelas que inspiraron El resplandor, de Stanley Kubrick; la sombra de la barba de los travestis), un viaje formal que corría paralelo a su íntima aproximación al singular mundo que retrataba. “Comprar el regalo de cumpleaños de Amy, visitar la morgue”, escribió en la lista de tareas pendientes de su agenda en aquellos años.

La exposición que lanzó a Arbus a la fama se celebró en 1967 en el MOMA. La fotógrafa compartía cartel en New Documents con Gary Winogrand y Lee Friedlander. “Lo que les une es la convicción de que merece la pena mirar el mundo y el coraje de mirarlo sin teorizar sobre él”, explicó entonces el comisario John Szarkowski. La sala más comentada fue la que mostraba los retratos de Diane. Se dice que los guardias del museo limpiaban a diario el cristal que enmarcaba sus imágenes de los escupitajos que le lanzaban. En 1972, un año después de que Arbus se hinchase a barbitúricos y se cortase las venas en su apartamento del legendario Westbeth Building, el museo le dedicó la primera retrospectiva y confirmó su estatus como icono maldito de la fotografía moderna. Desde entonces, sus hijas cerraron la puerta a investigadores fisgones y guardaron miles de imágenes para no inundar el mercado. Y de pronto, casi medio siglo después de que Arbus irrumpiera con sus seres extraños en escena, la exposición Revelations en 2007 presentó cartas, postales, diarios y hasta el informe forense. La figura de Arbus empezaba a mostrarse más de cerca. Su hija Doon dijo que nada había cambiado, era solo una nueva estrategia. Pero fue precisamente una reseña de aquella muestra lo que metió al periodista Lubow en la investigación de su libro. Esta nueva biografía se suma a la que publicó Patricia Bosworth en los ochenta y tampoco cuenta con la autorización de la familia ni con las imágenes de Arbus, pero sí con el testimonio de su esposo, Allan; de amigos y de sujetos fotografiados por la artista, y recoge las entrevistas que la fotógrafa dio, entre otros, al historiador oral Studs Sterkel y las clases que dictó en los setenta.

Jack Dracula en un bar de New London, Connecticut, 1961.

En la página 19 de la edición americana, Lubow lanza su particular granada sin detenerse demasiado en ello: la experimentación sexual que desde la adolescencia Diane tuvo con su hermano, el poeta premio Pulitzer Howard Nemerov, se prolongó en la edad adulta y la última vez que se acostaron juntos fue apenas una semana antes del suicidio. El periodista se apoya en la transcripción de una entrevista que la anterior biógrafa mantuvo con la psiquiatra Helen Boigon, quien trató a Arbus. Puede que Bosworth no llegara a escribir tan directamente sobre esto porque Howard aún estaba vivo.

Sobre la promiscuidad sexual de Arbus se ha escrito mucho. El comisario de aquella primera muestra en el MOMA, John Szarkowski, habla de la relación que la fotógrafa entablaba con las personas que retrataba: “Quería conocer a la gente casi en un sentido bíblico, quería no solo sacar una buena fotografía, sino ese conocimiento, y la imagen final era la prueba de ese saber”. Acabó contrayendo hepatitis a mediados de los sesenta, fotografió orgías y clubes de intercambios de parejas, se lanzó de cabeza a la revolución sexual. La fidelidad en las relaciones físicas nunca tuvo espacio en su matrimonio, y fue precisamente una amante de su esposo la que mostró disconformidad con la relación abierta que los Arbus mantenían y forzó la ruptura de la pareja. Conservaron un vínculo estrecho y, como cuenta Allan en la nueva biografía, quizá aquella separación propulsó a Diane a recorrer sórdidos lugares que a él le hubiera aterrorizado que ella visitara.

Quería conocer a la gente en sentido bíblico. Derribaba Barreras en busca de una verdad que traspasara.

Arbus iba derribando barreras, acortando distancias en busca de una verdad que traspasara el objetivo. Su relación con el pintor Marvin Israel desempeñó un importante papel, la exigente visión crítica que él pregonaba la espoleaba, aunque en el plano personal él no dejara a su esposa y Arbus, dice el biógrafo, se sintiera desprotegida. Según parece, el descubrimiento de que su hija mayor, Doon, mantenía un idilio con Marvin fue uno de los desencadenantes de la última depresión, de la que no logró salir. Cuando Arbus murió, Avedon voló a París para informar a Doon, que entonces tenía 24 años. Cuando era niña, madre e hija se retaban en Central Park para ver quién era capaz de parar y entablar conversación con más desconocidos.

Un taxi de Nueva York en 1956.

Los fotógrafos de la generación de Arbus escondían la cámara en el abrigo, disparaban a traición, miraban sin ser vistos. Mientras, ella iba ocupando un espacio cada vez mayor en el plano que retrataba, reflejándose extrañamente desde el visor. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes”, reza una de sus frases más célebres. La peligrosa distancia o la empática falta de ella es uno de los puntos más discutidos en el juicio crítico de su obra. Para Susan Sontag, el tono ingenuo de Arbus es “tímido y siniestro”, la acusa de cebarse en la diferencia. Para Janet Malcolm, los personajes de las fotos desempeñan un papel secundario en un viaje al interior: “Ella no flaquea ante la verdad de que la diferencia es diferente, y por tanto da miedo, es amenazadora, desagradable. No se pone por encima, se implica en la acusación”.

Armada con su cámara, era capaz de agotar a cualquier modelo hasta conseguir que bajara la defensa. Lo logró con Germaine Greer o con Viva, la estrella de la Factory de Warhol, a quien sacó con los ojos en blanco y el torso desnudo y que a punto estuvo de demandarla. Siempre escogía los retratos con mayor fuerza expresiva y no dudaba en engañar si hacía falta, decir que las fotos no se publicarían o presentarse como una tímida y menuda señorita. Aunque se metiera a fondo en los mundos que fotografiaba, trataba de establecer un vínculo íntimo y profundo, pero no de entregarse totalmente a ello. Sabía dónde estaba, cuál era su punto de vista. “No quiero decir que me gustaría ser como ellos o que lo fueran mis hijas. Pero innegablemente tienen algo alucinante”, explicó. “Esto de fotografiar realmente tiene que ver con el negocio del hurto”.

Un hombre en Coney Island, Nueva York, en 1960.

El clasicismo en blanco en negro y la belleza formal e inquietante de sus imágenes no han perdido un ápice de fuerza. La defensa de la subjetividad, aún menos en una era en la que las cámaras de los teléfonos inundan la vida de cualquiera. “Hay un punto entre lo que quieres que la gente sepa de ti y lo que no puedes evitar que sepan”, dijo Arbus, dedicada con ahínco a reflejar precisamente eso que los demás ven y uno se empeña en esconder. Quizá en esto se encuentre la clave de la fascinación que su figura provoca, velada en la corte de freaks como una pájaro extraño, una rara avis, con una cámara colgando del cuello.

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