Marco Antonio Quelca, el chef enmascarado

Morelia Eróstegui (Flickr)

A VECES, el cocinero Marco Antonio Quelca se pone un pasamontañas en la cabeza y no es nadie. A veces conversa encapuchado con los desconocidos que se le acercan y no es nadie. Y a veces se reúne con otros colegas enmascarados y se planta en alguna ciudad boliviana para que los comensales de a pie –así llama él a los transeúntes– degusten alguno de sus platillos. Son las 10.15, Marco Antonio acaba de acomodarse en las inmediaciones del mercado de Villa Fátima de La Paz y mueve las manos de un lado a otro, como si fuera un titiritero ambulante, para recordar a sus compañeros el orden de los ing...

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A VECES, el cocinero Marco Antonio Quelca se pone un pasamontañas en la cabeza y no es nadie. A veces conversa encapuchado con los desconocidos que se le acercan y no es nadie. Y a veces se reúne con otros colegas enmascarados y se planta en alguna ciudad boliviana para que los comensales de a pie –así llama él a los transeúntes– degusten alguno de sus platillos. Son las 10.15, Marco Antonio acaba de acomodarse en las inmediaciones del mercado de Villa Fátima de La Paz y mueve las manos de un lado a otro, como si fuera un titiritero ambulante, para recordar a sus compañeros el orden de los ingredientes de la propuesta de hoy: una especie de nido de pájaro elaborado con charque, espinaca, pelo de choclo, huacataya y otras delicias criollas. Su iniciativa se llama Somos Calle, y responde a la necesidad de dialogar con la sociedad, de demostrar que la cocina creativa no es patrimonio exclusivo de los restaurantes que encierran a su clientela en un salón con mantelería elegante.

Marco Antonio tiene 34 años, tatuajes en la espalda y en los brazos y un corte de pelo moderno. Se ha hecho cargo de las cocinas de algunos de los hoteles más lujosos de Bolivia. Ha aprendido al lado de restauradores con estrellas Michelin. Y siempre ha disfrutado de las cosas sencillas: cocina en uno de los ambientes de su casa y vive junto a sus hermanos y dos perros revoltosos en una barriada popular de La Paz, en una ladera.

Marco Antonio tiene 34 años y se ha hecho cargo de las cocinas de algunos de los hoteles más lujosos de Bolivia.

Según el escritor Mario Murillo, lo que Marco Antonio hace “no es cocina fusión, no es cocina experimental, no es cocina molecular; es todo eso, pero tampoco es eso”. Lo que él hace es contar historias: Achachilas, una de sus creaciones, reproduce su lugar de origen, un pueblo altiplánico frente a unas montañas nevadas, transformando los productos de la región en tierras, rocas y espumas comestibles. Lo que hace es activismo culinario: en Ironías recurre a lo sensorial –los participantes de esta experiencia comen sobre una pantalla que proyecta un vídeo que muestra la rutina de una vendedora de comida callejera– para reflexionar sobre la cultura, la cotidianidad y la conexión con nuestras raíces. Lo que hace también es arte: en su performance Boceto se desnuda para entrar en contacto con su yo más íntimo trazando líneas sobre su cuerpo con unas salsas preparadas con los ajíes (pimientos picantes) que conoce desde que era niño. Y cocina, cocina y cocina para tratar de enamorarnos con sus platos con nombre de poemario: Clorofila andina o Brisas de lago. Está de acuerdo con algunos gurús que consideran que no hay vanguardia sin tradición. Pero no se identifica con los popes culinarios que respiran ego.

Los vídeos que registran las actividades de Marco Antonio en YouTube tienen fondo musical. Él, sin embargo, prefiere el silencio cuando crea: “Me gusta conectarme con ese momento, estar atento al sonido de las ollas, del cuchillo que corta, del vapor, del fuego”. Antes de convertirse en un rostro conocido, fue payaso, limpió oficinas, trabajó como pinche de cocina y lavó automóviles. Y ahora que es un referente suele recurrir al pasamontañas para instalarse en algún rincón con gente y no ser nadie.

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