Reinhold Messner: “Esa espiritualidad del alpinismo es retórica”

Fabrizio Giraldi

REINHOLD MESSNER (Tirol de Sur, Italia) tiene fama de ser algo cascarrabias, y entre que es una leyenda y recibe en uno de sus seis castillos, la situación intimida. Pero es un tipo afable al que le entusiasma contar historias de las montañas. Para quien le gustan no hay interlocutor más apasionante. Messner ha protagonizado grandes logros del alpinismo: el primero en subir las 14 cimas de más de 8.000 metros, las más altas de cada continente, sin oxígeno y a menudo en solitario, y con un estilo tradicional, puro,...

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REINHOLD MESSNER (Tirol de Sur, Italia) tiene fama de ser algo cascarrabias, y entre que es una leyenda y recibe en uno de sus seis castillos, la situación intimida. Pero es un tipo afable al que le entusiasma contar historias de las montañas. Para quien le gustan no hay interlocutor más apasionante. Messner ha protagonizado grandes logros del alpinismo: el primero en subir las 14 cimas de más de 8.000 metros, las más altas de cada continente, sin oxígeno y a menudo en solitario, y con un estilo tradicional, puro, con la menor tecnología posible. Es una autoridad moral incontestable de las cimas, y también centro de controversias por su carácter libérrimo. El castillo de Firmian, cerca de Bolzano, en medio de los imponentes valles de las Dolomitas donde nació, es uno de los seis museos que ha fundado en la zona dedicados a las montañas. Un éxito, con 200.000 visitantes al año. Prepara proyectos de películas y se le ve lleno de energía. Si es la cuarta parte de cuando tenía 20 años, debía de ser una fuerza de la naturaleza.

¿Qué piensa de esa frase de Pascal: los problemas del hombre nacen de no saber quedarse en su casa? Ya, también la he usado. Al principio el hombre no tenía casa, era nómada, y creo que genéticamente todos tenemos dentro un deseo de ver mundo, más allá del horizonte. Pero está claro que aquí nacen problemas, especialmente desde que somos muchos. Cuando en el mundo había 100.000 personas las cosas eran fáciles. Hoy somos 7.000 millones.

Su infancia fue en un mundo perdido, primitivo. Sí, muy primitivo y simple. Nací al final de la Segunda Guerra Mundial, y en estos valles era todavía la Edad Media, un mundo muy cerrado, y mi carrera nace de eso, quería salir de allí. También fue así para mis hermanos, ocho chicos y una chica, todos están por el mundo. Hoy para los jóvenes es mucho más difícil salir y buscar el propio camino. Es uno de nuestros problemas, con el paro juvenil.

¿Por qué cree que pasa eso? Hoy nadie quiere ser empresario, todos quieren ser empleados. Yo tengo un bar en un museo que nadie quiere. Los que vienen dicen: ah, no, me pagas, trabajo siete horas, fin de semana libre… Yo le digo que si lo hace por su cuenta ganará el doble, pero nada.

“en el pueblo De niño me llevaban a los funerales, la muerte era un hecho normal. Hoy los muertos se esconden, no los ves”.

¿Cómo ha sido su relación con el dinero? Su modo de vida no servía para subsistir. Las formas de existencia un poco extrañas, artísticas, deben afrontar el problema del dinero. De joven tendría quebraderos de cabeza sobre cómo hacerlo. Sí, porque lo que he hecho es costoso. Al principio tenía, no miedo, pero sí esa sensación de que en la práctica no sabría cómo lograrlo. Luego, cuando lo intenté y lo conseguí, comprendí que si seguía mi entusiasmo me daría siempre dinero para sostenerlo. Y aprendí a hacer así en la vida diaria. Cuando empecé con este proyecto, llamé a tres directores de museos: de Roma, Múnich y Zúrich. Los tres me dijeron que era imposible. Yo sabía que aquí vienen cada año seis millones de turistas de montaña, me arriesgué y mira. Es un éxito, con 40 puestos de trabajo.

Menos en el bar, por lo que dice: hagamos publicidad por si alguien quiere venir. Sí, alguien de los Pirineos que sepa cocina de montaña y traiga jamón del vuestro, que es buenísimo.

¿Conoce las montañas de España? Sí, un poco. Estuve en Barcelona, en Montserrat, en el País Vasco y me gustaría ir a Picos de Europa, muy bonitos, similares a los Dolomitas.

La montaña, para quien empieza muy joven, no es, o era, un deporte. Así es.

Tenía un fuerte componente de estar con los amigos y experimentar. Sí, compartir miedos, proyectos. Yo veo el alpinismo como un hecho cultural, que empieza con la Ilustración. Antes el hombre no iba a las montañas porque temía a los espíritus malignos. Luego ya es libre de ir, y con la industrialización nacen las posibilidades económicas. Se convierte en deporte últimamente, cada vez más, incluso escalada sin montaña. Pero antes era una relación hombre-montaña, parte de la cultura.

Y con estos materiales increíbles que hay ahora, ¿no piensa lo que habría podido hacer si los hubiera tenido? Hace dos noches tuve un sueño muy extraño. Preparaba una expedición al Cho Oyu, y es raro porque no tengo ninguna intención de ir allí, y de repente veo claramente que no podía ir con mi equipo de siempre, me desperté con el ansia de mirar si mis botas, mi saco, eran buenos [risas]. Hoy es casi imposible tener congelaciones en los pies, en mi época no era así. Incluso en el Everest puedes llamar con el móvil a un helicóptero y viene a recogerte a 8.000 metros.

Su relación con la muerte comienza pronto, de niño le llevaban a los funerales. Sí, a todos. Se llevaban los ataúdes a hombros, o en coche de caballos o con trineo en invierno. Todos iban, para un niño de cinco años la muerte era un hecho normal, no excepcional. Hoy los muertos se esconden, no los ves. Yo no tengo ningún problema en hablar de mis temores. Los alpinistas a menudo quieren hacerse los héroes y lo excluyen, pero es el miedo el que nos hace sobrevivir.

Reinhold Messner en la cima del Nanga Parbat en 1978.

¿Por qué en un mundo tan bello, el de la montaña, hay tantas envidias y vanidades? Usted lo ha sufrido, por ejemplo, en la expedición al Nanga Parbat en la que murió su hermano en 1970 (fue acusado de abandonarle por lograr la cima), igual que otro grande como Walter Bonatti, en el K2. Yo lo comprendo bastante bien. En el gran alpinismo no hay competición, y son pocos los que consiguen hacerse un nombre. Las envidias no nacen entre alpinistas del mismo nivel, sino entre los segundos. No entienden por qué siguen ahí, sin ser conocidos. En el Nanga Parbat en 1970, cuando la tragedia, un amigo, Sepp Mayerl, estaba con otro grupo en el Lhotse Shar. Pero como mi expedición tuvo tanta repercusión, la suya quedó eclipsada. Dejé de verlo y 15 años después estaba en su pueblo y me llamó para que nos encontráramos. Le dije que encantado. Me contó que había escrito un libro, pero que la editorial solo se lo publicaba si yo le hacía el prólogo. Le dije que por supuesto. Él era más mayor, y cuando mi compañero Peter Habeler y yo éramos jóvenes fue nuestro maestro. Le pregunté el título y ¿sabes cuál era? A la sombra de los grandes [risas]. Quise conocer qué significaba eso. Es obvio, me dijo, fui vuestro maestro y luego me quedé a la sombra. En realidad, le contesté, deberías decir que estabas en nuestra luz. Luego cambió el título.

Tras atravesar la Antártida con otro alpinista, solos, 92 días, va y dice: “Nunca nos hicimos amigos” [risas]. No, éramos totalmente distintos. Éramos el equipo perfecto, porque él sabía manejar el sextante, no había GPS. Él frenaba, yo empujaba, quería seguir. Ahora veo que con otro que me obedeciera no lo habríamos conseguido, habríamos acabado exhaustos. Solo discutimos una vez.

La elección de compañeros de aventura es fundamental. Con el tiempo se habrá especializado en intuir con quién se entiende y con quién no. Yo comprendí pronto que la mejor cordada no es con tu mejor amigo. En un grupo que se une puede nacer una amistad, o no. No soy un idealista que cree que dos que han vivido algo son amigos para siempre. La camaradería es un valor de la guerra, hay que tener cuidado.

¿Por qué? Le cuento la historia de Heinrich Harrer y Anderl Heckmair. Subieron por primera vez la cara norte del Eiger en 1938, la más grande gesta hasta la fecha. Eran dos austriacos, Harrer y otro, contra dos alemanes, Heckmair y otro, compitiendo a ver quién lo hacía antes. Pero ante una tempestad se unieron e hicieron la cima. Luego se separaron y nunca se volvieron a ver. Harrer fue el que luego estuvo siete años en el Tíbet, que inspiró una película, con otro austriaco, Peter Aufschnaiter. Harrer era de las SS, del Tercer Reich, e idealizó valores como la camaradería. Cincuenta años después hicieron una gran fiesta por el aniversario del Eiger y fueron los dos. Harrer seguía ensalzando la camaradería y decía que los jóvenes, como yo, no éramos capaces de mantener una amistad durante toda una vida, como él. Fui con él a un debate en televisión, en el que tuve que firmar un papel comprometiéndome a no sacar el tema del nazismo, y puso tres ejemplos de su ideal: la cara norte del Eiger, la travesía del Tíbet y su matrimonio, proclamando cómo había mantenido siempre la amistad. Entonces le dije que en el Eiger se juntaron por obligación y no se habían vuelto a ver. Que en el Tíbet discutió con Aufschnaiter, se separaron y se volvió a juntar con él solo porque hablaba tibetano. No le dije que dos semanas antes había visitado a Aufschnaiter en el hospital y me dijo antes de morir que no quería ni verlo. Y sobre su matrimonio me debía decir a cuál se refería, si al primero, al segundo o al tercero [risas].

“LA LEYENDA DEL YETI NO HA NACIDO DE LA NADA. PARTE DE UN HECHO ZOOLÓGICO, UN OSO PARTICULAR DE ESAS MONTAÑAS. YO LOS HE VISTO”.

Cuando empezó a ir solo a grandes cimas, fue visto como un loco. También cuando propuso ir más allá del sexto grado de escalada, y ahora van por el duodécimo. ¿Por qué creaba tanto escándalo? El primer escándalo fue con la bandera. Cuando subí el Everest decían que la bandera de mi región, el Südtirol, había ondeado en lo más alto, y en la bienvenida, con 3.000 personas, dije: gracias por la fiesta, pero os debo corregir, yo no he subido por el Südtirol, sino por mí, y mi única bandera es mi pañuelo. Fue un escándalo enorme, era contra el nacionalismo. Soy antinacionalista hasta el fondo. No estoy a favor de la división de España, hace falta una España común para una Europa común, los Estados nacionales no son algo inteligente, nos han llevado a las grandes guerras y el Estado nacional es un escalón para llegar a algo más grande, más allá de sus fronteras.

¿Cómo fue su experiencia de parlamentario en Bruselas? La recuerdo cada vez más positiva. Me llamaron los Verdes. Había tenido un accidente, estaba inválido y me pareció bien, pero pedí ser independiente. Pude entrever los procesos políticos. Interesarse por la política no es lo mismo que hacerla. La democracia es el arte de convencer, pero tienes que saber llegar a compromisos.

Pero después lo primero que hizo fue atravesar solo el desierto de Gobi. Sí, para liberarme.

Con 60 años. ¿No tenía miedo de no conseguirlo? No estaba en buena forma tras el Parlamento Europeo. Vuelos a Bruselas, cenas con políticos, bebes… Entendí que mis fuerzas se estaban yendo. También la capacidad de sufrir, que es la clave de una expedición, no la resistencia física.

De todos los sufrimientos que ha pasado, ¿qué es lo que más le fastidiaba? ¡El saco de dormir mojado! De noche es un pedazo de hielo, te metes dentro y con el calor se convierte en un lago. Es terrible.

Eso y salir de la tienda a orinar con cuarenta bajo cero. Sí, solo ya salir de la tienda. Lo otro no es difícil.

Se habrá dicho mil veces: ¿pero quién me manda a mí hacer esto? Sí, muchas veces me he dicho: basta, nunca más. Pero después de tres o cuatro semanas se te olvida. Solo te acuerdas de las cosas positivas.

Eso es la supervivencia. El hombre está hecho así. Si no tuviéramos esa capacidad de olvidar las cosas desagradables y de enfocar las positivas ya habría desaparecido.

Por ejemplo, en 1978, Nanga Parbat, colgado a 6.800 metros y de repente un terremoto. ¿Cómo es eso? Al principio no me di cuenta. Sentí la sacudida en la tienda y me asomé, había avalanchas por todas partes. Estaba bajo un techo, había asegurado bien la tienda. Solo luego supe que fue un terremoto de siete grados. En el campo base creían que no regresaría. Se formó una niebla de polvo de nieve que se extendió seis kilómetros y tardó horas en despejarse.

El mejor momento es cuando vuelves a casa. Sí, está claro. Cuando vuelves y comprendes que has sobrevivido a momentos dramáticos, es como volver a nacer. Has conquistado de nuevo tu vida.

¿Le viene alguna obsesión recurrente cuando se imagina de regreso, lo primero que le gustaría hacer? Un baño, una comida. La cara norte del Kanchenjunga fue muy dura y al bajar tenía un absceso en el hígado, estaba muy mal. Los tres que íbamos nos pasamos el regreso soñando con la primera cerveza y al llegar a un pueblecito pedimos tres, dimos un sorbo y nos miramos. ¡No era el sueño que creíamos!

¿Por qué? ¿No estaba fría? ¡No sé! Creíamos que habría sido increíble, no sé qué esperábamos.

¿Cómo se explica esta vida a la familia? Para una madre es muy difícil. Gran parte de mi carrera la debo a mi madre porque con 15 años nos hacía el desayuno, nos íbamos a una pared de 800 metros y no sabía si íbamos a volver, pero nunca nos dijo nada. Tenía miedo, pero siempre nos dio libertad. Y lo mismo las dos mujeres que he tenido. Nunca me han dicho nada. La primera sí me decía: vete, pero al volver nos vamos a Nueva York y a pasarlo bien.

“El mejor momento es cuando vuelves a casa y comprendes que has sobrevivido, es como volver a nacer”.

Usted afronta el peligro, pero no me parece que sea supersticioso, sino muy racional e incluso ateo, cuando el riesgo de muerte y la majestuosidad de la naturaleza a menudo propician la religiosidad. Es más, muchos libros de alpinismo destilan espiritualidad, a veces un poco cargante. Sí, pero esa espiritualidad del alpinismo es retórica. Yo también hablo de Buda, que vivió en la montaña, pero él no fundó una religión, sino una forma de vida.

Pero por las noches, en la montaña, hablarán de estas cosas. Sí, pero es que la sacralidad de las montañas se la ha dado el hombre. Incluso en el Nanga Parbat, cuando creía que iba a morir, no sentí la necesidad de rezar para salvarme, estaba de acuerdo con morir, era una liberación, solo por casualidad sobreviví.

¿De qué hablaron aquella noche que pasó al pie del Eiger con Clint East­wood en 1974? Rodaba allí su película Licencia para matar, y también estaba el alpinista Dougal Haston, una leyenda. Un buen trío de tipos duros. Haston no dijo nada en toda la noche, era un escocés silencioso. Era quizá el más grande en aquellos años, lo admiraba. Clint Eastwood era muy simpático. Éramos la primera cordada del año en la cara norte y paró el rodaje para que todos pudieran ver la ascensión. Y al bajar nos invitó a cenar.

Hábleme de su búsqueda del yeti. Cuando lo menciona la gente cree que está loco. La leyenda del yeti no ha nacido de la nada, parte de un hecho zoológico, un oso particular de esas montañas. Yo los he visto. Vivían en el este del Tíbet, y cuando los sherpas hicieron su gran migración llevaron la leyenda a Nepal, y de allí salió novelado por los periodistas ingleses, convertido en un ser totalmente distinto. Hay un profesor inglés que dice que se trata de un híbrido de oso pardo y un oso polar. La leyenda puede haber nacido con la última glaciación, porque solo entonces se cruzaron. Tenía que ir el año pasado con él a Pakistán, para un documental, a buscar estos animales, coger sangre y hacer pruebas. Pero el productor tuvo miedo de los talibanes y se echó atrás.

¿Sale todavía a la montaña? Una vez a la semana. A veces alguna escalada con mi hijo, antes de que me haga demasiado viejo. O me voy yo solo a senderos que aún no conozco.

¿Se siente entonces todavía fuerte? No, he perdido mi fuerza física, la agilidad. Pero cada 15 años me reinvento, ahora me dedico a la actividad cultural y me interesa mucho.

¿Tiene alguna pesadilla fija con los momentos malos que ha pasado? No, es muy extraño, pero una vez soñé que escalaba bajo un techo, lo más difícil. Había un cordino y me agarraba a él. Intentaba pasar pero no lo conseguía, estaba en peligro, entonces cogí el cuchillo, corté el cordino y no caí, volaba. ¿Bonito, no? No me ha quedado el horror de caer, sino la alegría de volar.

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