Fuerza vasca

Pierre Gonnord

SIENDO NIÑO, en mi barrio de las afueras de San Sebastián, frente a los montes, presencié a menudo actos de culto a la fuerza física. No se trataba de una exaltación de la belleza corporal masculina. No había deseo de armonía en las formas al modo clásico griego. Ser elementalmente rudo confería prestigio social; daba derecho a ocupar un espacio en el centro de la plaza o encima del estrado. Bajo ningún concepto debía el varón vasco mostrar un flanco femenino. Incluso el ejercicio de la poesía arrastraba una connotación de desdoro. El ideal exigía huesos y músculos, vigor y velocidad, sudor y ...

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SIENDO NIÑO, en mi barrio de las afueras de San Sebastián, frente a los montes, presencié a menudo actos de culto a la fuerza física. No se trataba de una exaltación de la belleza corporal masculina. No había deseo de armonía en las formas al modo clásico griego. Ser elementalmente rudo confería prestigio social; daba derecho a ocupar un espacio en el centro de la plaza o encima del estrado. Bajo ningún concepto debía el varón vasco mostrar un flanco femenino. Incluso el ejercicio de la poesía arrastraba una connotación de desdoro. El ideal exigía huesos y músculos, vigor y velocidad, sudor y facciones congestionadas, y solo admitía una concesión gestual: los dientes apretados entre los que sale, gruñida, jadeada, la palabrota. Ese mismo ideal preveía una fuerza útil que se desempeña en el área del trabajo y del dominio sobre la naturaleza. Y siempre fuera de casa, donde gobierna la mujer. Y siempre al margen de las sutilezas del lenguaje, que también son cosa de ella. Es la fuerza del herrero, del pastor, del leñador, del hombre laborioso, elevada hoy día a la categoría de deporte, a signo de identidad para algunos.

pulsa en la fotoSalaberry I

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