Helga de Alvear: “El arte siempre es una apuesta arriesgada”

Jordi Socías

La galerista de origen alemán Helga de Alvear, a punto de cumplir 80 años, se mantiene en plena forma. Y eso que acaba de pasarse en la cama cuatro meses “mirando el techo”, porque se tropezó con una alfombra subiendo una escalera y se cayó de cara. Uno de esos inoportunos accidentes domésticos que acechan a los mayores y no tan mayores. Cuenta que se le machacó una vértebra y estuvo a punto de quedarse en una silla de ruedas. Pero se ha recuperado, y el entusiasmo, la elegante franqueza y la contención un tanto luterana por la que es conocida en el mundillo artístico permanecen intactos. “Con...

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La galerista de origen alemán Helga de Alvear, a punto de cumplir 80 años, se mantiene en plena forma. Y eso que acaba de pasarse en la cama cuatro meses “mirando el techo”, porque se tropezó con una alfombra subiendo una escalera y se cayó de cara. Uno de esos inoportunos accidentes domésticos que acechan a los mayores y no tan mayores. Cuenta que se le machacó una vértebra y estuvo a punto de quedarse en una silla de ruedas. Pero se ha recuperado, y el entusiasmo, la elegante franqueza y la contención un tanto luterana por la que es conocida en el mundillo artístico permanecen intactos. “Con 80 años no está todo el mundo trabajando”, dice satisfecha en su galería de arte, que lleva su nombre, en la calle del Doctor Fourquet de Madrid. En estos días expone una muestra de Karin Sanders. Esta creadora conceptual alemana ha llenado las paredes de las dos salas de frutas y verduras que van perdiendo su frescura (lechugas, berenjenas, tomates y todo tipo de vegetales fijados a las paredes en una instalación que habla de cómo pasa el tiempo y la naturaleza se degrada). Helga de Alvear, que esta mañana viste una chaqueta de punto verde, pantalones negros y unas zapatillas de deporte que se adivinan comodísimas, comenta sobre Karin Sanders: “He hecho exposiciones con ella desde el año 1986 y nadie ha comprado nunca nada. Pero es buenísima”. Estas palabras definen su labor como galerista y coleccionista: una visión del arte muy internacional, volcada en las grandes instalaciones (como la de Robert Mangold que compró hace un año a la galerista Elvira González por más de 700.000 euros), y con ese sentido filantrópico que la ha llevado a donar sus obras a Cáceres (el edificio de la segunda fase de la fundación está ya en obras, sobre un proyecto de los arquitectos Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla). La empresa familiar RKW, una de las líderes en el sector del film plástico para embalajes, de la que es copropietaria, le ha dado la solvencia económica necesaria para nutrir la colección.

Usted llega a Madrid desde Alemania en 1957. Llegué para aprender español. Venía de Inglaterra, donde aprendí inglés, y había estado en Suiza, donde aprendí francés. Y quería como cuarto idioma el castellano.

Y en Madrid conoce a Jaime de Alvear. La nieta de la señora en cuya casa vivía se casaba con un arquitecto. Y en esa boda a la que me invitaron había un chico que se enamoró de mí. Fue inmediato. Me sacó a bailar y me dijo: “Yo me caso contigo”. Y yo le respondí: “Ja, ja, ja”. Tenía 12 años más que yo, y estuvimos casados 51.

“me invitaron a una boda y un chico me sacó a bailar y me dijo: ‘yo me caso contigo’. Y yo le respondí: ‘ja, ja, jA’. Estuvimos 51 años juntos”.

Él era un arquitecto muy especial. Proyectó con Sáenz de Oiza el poblado dirigido de Entrevías. Sí, con el Padre Llanos, del que era muy amigo. Más que arquitectos eran asistentes sociales. Porque Jaime quería ayudar a la gente. Los trabajadores que habían emigrado volvían de Alemania, Francia y Suiza con un poco de dinero que habían ahorrado y querían tener una vivienda. Y ellos proyectaban casas de 60 metros cuadrados con un jardín delante y una zona para unas gallinas en la parte de atrás. Costaban 17.000 pesetas.

Esos poblados dirigidos son una leyenda de la arquitectura social de Madrid. El de Entrevías entre ellos, o el de Caño Roto. Sí. Alguna vez, en aquella época, íbamos en un taxi y, cuando Jaime quería pagar, el taxista le decía: “¡Cómo le voy a cobrar a usted, que me está ayudando a hacer mi casa!”. Cosas de estas nos han pasado muchas veces.

Me imagino que aterrizar en el Madrid oscuro del franquismo sería un choque. Un choque brutal. Porque me enamoré, que si no…

¿Y logró adaptarse? No. Varios años después me puse enferma psíquicamente. Yo no encajaba aquí. Ya tenía tres niñas y no pude, no pude. Entonces un amigo médico, Carlos Blanco Soler, me dijo: “Mira, Helga, es como si te hubieras roto una pierna, necesitas una escayola hasta que te cures, te voy a mandar a una psicoanalista retirada para que vuelvas a aprender a andar”.

Era una época en la que hasta ir al psicólogo resultaba sospechoso. En la familia tuve que decir que iba a un gimnasio, ya se puede imaginar, tener un loco en la familia…, eso era lo último. Estuve tres años trabajando con esta señora, hasta que me dijo: “Bueno, Helga, ahora vas a buscar un trabajo y te vas a poner a arrancar árboles, porque tú puedes”.

En la primera imagen, con la galerista que le enseñó el oficio, Juana Mordó, en 1983. En la segunda, con su marido, el arquitecto Jaime de Alvear, en la fiesta de inauguración del edificio España, en 1958.

Y entonces comienza a trabajar con la galerista Juana Mordó. Sí. Ya éramos amigas, y en ese momento ella tenía problemas económicos. A través del abogado Rodrigo Uría, que era un amigo común, le pasé a Juana un talón en blanco. Y así me convertí en su socia, lo que consistió básicamente en que me senté cuatro años enfrente de ella casi sin hablar, aprendiendo el oficio. Y así hasta hoy, porque me sigue gustando muchísimo.

Eso sí que es un buen máster. Cuénteme algo que aprendió. Me acuerdo que un sábado un chico que trabajaba con nosotros dijo: “Juana, ha entrado una pareja y están ahí dándose el lote, tienen una pinta que no te puedes imaginar, ¿los echo?”. Y Juana le contestó, señalando al hombre: “Mira a ver qué reloj y qué zapatos lleva”. Pues el tío tenía un Rolex y un avión, ¡y nos compró muchísimo!; había ido a Ibiza y había ligado con la chica y se estaba despidiendo de ella en la galería. Eso son cosas que tienes que ir aprendiendo de tu oficio.

Siendo alemana, ¿notó mucho contraste con las mujeres españolas? Mucho. Mi marido tenía cinco hermanos. Y hay una foto de familia al lado de Córdoba, en Villa del Río, que es el pueblo donde nació, en la que todas las mujeres aparecen con medias, faldas y manga larga, mientras que yo llevo unos pantalones de campana anchísimos, años sesenta. Y claro, me odiaban a muerte... Por eso creo que nunca he podido encontrarme con los Alvear.

Como lo cuenta, parecía bastante difícil. ¡Éramos tan diferentes! Pero claro, en Alemania ya íbamos así vestidas en aquel momento, todavía no había llegado Mary Quant y su minifalda pero ya estaba a punto. Esa foto me da como vergüenza verla. Ahora me río cuando recuerdo que me preguntaban que por qué no había tenido más que tres niñas. En aquel momento me sentía obligada a defenderme ante ellas, que tenían ocho, once hijos. Yo les decía: “¡Es por el avión!, ¡es que tengo que ir a Alemania con las niñas en el avión y menudo lío!”.

Superado el episodio de la depresión, ¿volvió a tener alguno? No. ¡Aprendí a luchar! Y ahora todo el mundo dice que no hay quien me aguante.

¿Cuál sería la receta? ¿Cómo se aprende? Sinceramente, no lo sé, pero creo que me ayudó el hecho de que estuve más de 50 años casada, el pobre Jaime se murió con un párkinson terrible, estuvo 10 años muy enfermo. Las enfermeras que le atendían me decían: “Usted tiene que trabajar, porque si se sienta aquí a su lado se muere con él; mejor que venga por la noche del trabajo y le cuente las cosas que han pasado”.

¿Y fue así? Sí. Yo le iba informando de lo de Cáceres, que había visto a Rodríguez Ibarra [expresidente de la Junta de Extremadura], que ya estaba el acuerdo a punto para que se creara la fundación, todo eso. Ha sido a veces duro, ya se puede imaginar. Él estaba muy contento de que estuviéramos dejando en Cáceres la colección, aunque él fuera cordobés.

Porque usted intentó ceder la colección a Córdoba. Sí. A Córdoba y a España entera, desde Vigo a Granada. Estuve en veinte mil sitios, y todo el mundo decía: “Bueno, ahí tienes ese palacio, si lo arreglas lo puedes tener”. Y yo decía: “No, no, no, la fundación no la voy a hacer yo. Yo tengo la colección y os la regalo, pero la fundación no”.

¿Y en Alemania también lo intentó? En la fábrica de mi padre, pero tampoco quiso el pueblo. Nadie quería una colección de arte contemporáneo. Decían: “¿Eso qué es?”.

“LA cultura hay que moverla, y en españa no la mueven. Aquí la cultura es el fútbol. Y claro, así es muy difícil, no nos respetan nada”.

¿Y cómo fue el proceso para que Rodríguez Ibarra se implicara? Nos caímos bien. Al momento. Fueron los del restaurante Atrio, José Polo y Toño Pérez. Yo venía de Portugal en el coche y un amigo mío me llevó a comer allí. Y entonces José Polo me dijo: “¿Quieres que probemos con Rodríguez Ibarra? Viene muy a menudo aquí a comer”. Dije: “Pues claro que sí”. Y a los 10 días estaba yo en Mérida en sus oficinas. E inmediatamente me dijo: “Esto se queda aquí, Helga, yo lo voy a conseguir”.

Su fundación ya está convirtiendo a Cáceres en un lugar de referencia. Para mí, precisamente como Cáceres es medieval, tan austera y tan entera, encuentro que es el sitio perfecto. Y estamos haciendo unas exposiciones que la gente no se lo puede creer. Ahora tenemos una que ha montado Chus Martínez que, ay, es alucinante.

Lo que no se entiende muy bien es cómo una ciudad como Madrid deja escapar una colección como la suya. Imagínese que en un momento dado yo tenía en la galería una exposición de Nam June Paik. Salió en la tele, porque era un tío ya famosísimo que había trabajado con John Cage, y mandaron a alguien del Museo Reina Sofía a ver la muestra, y al mirar las obras me dijo: “¿Qué pasa, Helga, nos quieres tomar el pelo?”. Y no le puedo decir quién fue.

Dígalo. No, mejor no.

María Corral dice de usted que como coleccionista es apasionada y tiene corazonadas. Ojalá. Parece que no está tan mal lo que colecciono. Creo que tengo esa suerte. A veces ha ocurrido que María y otros amigos me decían: “Vete a este sitio que hay una cosa interesante”. O: “En el sótano de tal galería, en Basilea, he visto unos cuadros de no sé quién”. Y bajar yo al sótano y decir: “Qué maravilla”.

Y poco a poco se va formando la colección. Sí, poco a poco el ojo se va acostumbrando a ver cosas buenas, vas aprendiendo, porque yo no he estudiado Historia del Arte para nada.

¿Y hay una fórmula en ese aprendizaje? Una muy sencilla: ver, conocer, querer.

Usted es un tipo de coleccionista de los que ya quedan pocos, en el sentido de que ahora mismo suelen estar asesorados muchas veces por los inversores de capitales. Eso me parece espantoso. Lo mismo que los que llaman al artista, van a su espacio y le compran allí con la excusa de que van a colaborar con él. Esos no son coleccionistas. Lo siento mucho, tú tienes que ir a comprar a la galería y pagar tu IVA como Dios manda. Te aseguro que el señor Montoro [el ministro de Hacienda] ha tenido que devolverme dinero, porque han intentado de todo para ver si algo estaba mal hecho y no han encontrado nada.

En su galería con una piña incluida en la instalación de Karin Sanders.

Se habrá acostumbrado a calibrar qué tipo de artista va a durar. No es tan fácil. Es siempre una apuesta arriesgada. Por eso me vino tan bien aprender con Juana Mordó.

¿Qué tiene que tener un artista para durar? Tiene que saber su oficio, trabajar duro e investigar. No se trata de encontrar una fórmula y repetirla permanentemente. Yo he tenido la suerte de contar con artistas como Santiago Sierra, que entre los españoles es uno de los mejores, sin lugar a dudas. Ahora bien, ¡a ver cómo vendes algo de Santiago!

Él es uno de los pocos españoles que han figurado en las listas de personas más influyentes del arte de las revistas anglosajonas. Pues claro.

Es curioso que en esas listas artistas españoles no suele aparecer ninguno. No están porque la cultura hay que moverla, y aquí no se mueve. Y ahí tiene que ayudar un ministro de Cultura, que ahora en España no tenemos, porque aquí la cultura es el fútbol. Y claro, así es muy difícil, no nos respetan nada. Aunque haya gente como Manolo Borja, el director del Reina Sofía, que el pobre lucha para tener dos pesetas, yo lo sé, y hace exposiciones fuera de serie. Para mí, uno de los mejores artistas españoles es Ignasi Aballí, pero Elba Benítez estuvo con él en la feria Frieze de Londres y no vendió nada. Yo le he dicho: “Hija, no te preocupes, algún día se darán cuenta de que el chico es importantísimo”.

¿Y qué le parece todo el trajín social del mundo del arte? ¿Participa en él? De ninguna manera. No voy a fiestas. Si tú no quieres, no sales en ningún lado. No me gusta. Fui princesa del Carnaval con 18 años en Alemania y ya tuve bastante. A Jaime tampoco le gustaba. Tengo algunos amigos que son a los que quiero y eso me basta. Y me gusta la ópera, voy al Festival de Salzburgo y al de Aix-en-Provence, y a la Bienal de Venecia y a la Documenta de Kassel.

Y de las ferias a las que acude, ¿cuál es la mejor, la Frieze de Londres? No. Basilea es la mejor. Yo voy a Basilea, y lo que está haciendo Basilea ahora en Miami también es muy interesante. Y a Arco. Junio, Basilea; febrero, Madrid. Y poco más. Con mi edad voy reduciendo cosas.

De sus hijas, la mayor es compositora, María de Alvear; la del medio, pintora, Ana de Alvear; y la pequeña… A María le acaban de dar un premio muy importante. Me pidió que fuera a la entrega y yo le dije: “Yo no voy, que luego siempre me conoce alguien; eso lo has conseguido tú sola”. Porque yo siempre les he dicho: “Yo no ayudo a nadie, vosotras tenéis la educación y a partir de ahí tenéis que luchar solas, así que venga”. María lo ha conseguido. Y Ana pinta muy bien. La pequeña tiene seis hijos y el mayor ya va a la universidad.

La pequeña no ha seguido la carrera artística. No. A ella la tenía yo en el Guggenheim, y en todas partes, a ver si era mi sucesora; y mire, tiene seis hijos.

O sea que no hay sucesión. No. Esto el día que cierre se terminó. Que ellas se queden con el espacio de la galería. Lo que es de los artistas, se les devuelve, y lo otro se va a Cáceres y ya está.

La fundación de Cáceres lleva el apellido de su marido en vez del suyo. ¿Por qué? Para mí Jaime lo era todo.

¿Quiere decir que tuvo la suerte de estar enamorada? Enamoradísima. Por eso la fundación no se llama Helga Müller. Porque la que compra es Helga Müller, y Helga Müller lo regala a la Fundación Helga de Alvear, y con el IVA pagado y los permisos de importación y todo en regla, señor Montoro.

Me imaginó que ayudó en su relación el hecho de que su marido formara parte de ese grupo creativo que no pudo ser desterrado de España a pesar del franquismo. Claro. Tuve esa suerte. Siempre ha habido grandes creadores en España. Mire el Museo del Prado, uno de los mejores del mundo. Pero es que el franquismo machacó muchísimo la cultura. Aunque en Alemania, en aquella época, venían de Hitler. Fue una época espantosa. Luego todo cambió, y afortunadamente la reconstrucción de Europa se hizo en muchos de los países desde la socialdemocracia, que es lo perfecto. Y eso sería lo perfecto también ahora para España.

La coleccionista, vista por sus colegas

Carlos Urroz, director de Arco (la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid), y antiguo colaborador de Helga de Alvear: “No tengo más que palabras de admiración para Helga de Alvear, por las horas de energía y los recursos que dedica al arte contemporáneo y a los artistas. Pudiendo tener una posición más cómoda, ella acude incansablemente a la galería, va a las ferias, a las bienales, a exposiciones de artistas y coleccionistas. El hecho de que se volcara en los años noventa hacia un programa internacional, con todo lo que eso conlleva de gestiones muchas veces tediosas, por ejemplo con los problemas de aduanas, es indicativo de su capacidad de trabajo y de su ambición como coleccionista. Es, por lo demás, una persona nada vanidosa que jamás ha trabajado a su mayor gloria sino que siempre se ha esforzado en dar visibilidad a los artistas. Tiene un gusto estupendo, no solo por lo aprendido con Juana Mordó y por su implicación continua en el circuito artístico, sino también por horas de lectura de catálogos, libros y revistas de arte. Yo me he reído mucho trabajando con ella, y también nos hemos peleado mucho por su fuerte carácter, pero siempre de forma muy constructiva. Su colección es un proyecto de vida y, una vez decidido que no se iba a dividir entre sus hijas, se iniciaron contactos con ayuntamientos y comunidades hasta que en Extremadura supieron atenderla y entenderla muy bien, pues otros interlocutores no habían estado a la altura. Ahora la fundación está estableciéndose en la parte medieval de Cáceres en un gran proyecto que culminará previsiblemente dentro de dos años”.

Francisco Calvo Serraller, crítico de arte y ex director del Museo del Prado. “La colección de Helga de Alvear es la más importante de arte internacional que se ha formado en España en las últimas décadas. Ella tiene lo que no tiene nadie porque ha sabido apostar por artistas emergentes que luego se han consolidado, y ha sabido atraerlos a su galería porque a ella le interesaba comprar. Es una mujer muy sincera, para nada afectada, lo cual es una gran cualidad. Y se ha sabido asesorar muy bien, por ejemplo con Carlos Urroz, el actual director de Arco, que trabajó con ella durante ocho años”.

María Corral, comisaria de arte y ex directora del Museo Reina Sofía. “La colección de Helga de Alvear es verdaderamente contemporánea, una colección espléndida con instalaciones enormes. Ella es una mujer absolutamente apasionada, nada calculadora, cuyo criterio se ha ido consolidando viendo, viajando, yendo a ferias y a bienales. Lleva muchos años mirando arte, que es lo más importante, y nunca va a comprar algo que no le guste aunque le digan que es maravilloso, sino que compra por intuición, cuando tiene una corazonada”.

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