Columna

Las ideas y la sangre

EL 10 DE JULIO, pocos días después de que los británicos decidieran salir de la UE, el novelista francés Michel Houellebecq celebraba el acierto de esa decisión en una entrevista concedida al diario italiano La Repubblica. Houellebecq elogiaba a los británicos por no haberse rendido a las advertencias de la élite mundial y afirmaba que, al desvincularse de Europa, vivirían mucho mejor. Afirmaba también que el proyecto de la UE era una ilusión perniciosa. Afirmaba que Europa no tenía intereses económicos comunes, ni una lengua ni una cultura común, y que por tanto era imposible una com...

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EL 10 DE JULIO, pocos días después de que los británicos decidieran salir de la UE, el novelista francés Michel Houellebecq celebraba el acierto de esa decisión en una entrevista concedida al diario italiano La Repubblica. Houellebecq elogiaba a los británicos por no haberse rendido a las advertencias de la élite mundial y afirmaba que, al desvincularse de Europa, vivirían mucho mejor. Afirmaba también que el proyecto de la UE era una ilusión perniciosa. Afirmaba que Europa no tenía intereses económicos comunes, ni una lengua ni una cultura común, y que por tanto era imposible una común estructura política. Afirmaba que, aunque tal cosa fuese posible, sería poco o nada democrática, porque “cuanto más vasto es un territorio, menos democráticamente vive”. Afirmaba que lo mejor era que la UE desapareciese.

Houellebecq es uno de los novelistas europeos más prestigiosos de la actualidad y sus opiniones son escuchadas por muchos y elogiadas por los críticos literarios más pugnaces, quienes aplauden su capacidad de provocación, su habilidad para meter el dedo en la llaga y sus ideas ajenas al “tedioso consenso socialdemócrata imperante”. Dicho esto, añadiré que no es fácil encadenar tantos disparates seguidos como acabo de transcribir en el párrafo inicial de este artículo. Es un disparate decir que Europa no tiene una cultura común, cuando a lo largo de los siglos sus mejores artistas, escritores y filósofos no han hecho más que fecundarse mutuamente y cuando posee un sustrato histórico y religioso común. Es un disparate decir que Europa no tiene intereses económicos comunes (¿hay alguien que no los tenga, en Europa o fuera de Europa?) y, aunque es verdad que no tenemos una lengua común, también es verdad que casi todas nuestras lenguas nacen de un tronco común (y algunas, como las muchas lenguas románicas, son en el fondo la misma: latín mal hablado). Vistos desde China o India, donde sí conviven culturas y religiones y lenguas muy distintas, los europeos somos casi la misma cosa, nuestras diferencias parecen ínfimas o caprichosas o inexistentes. Y por cierto, ¿quién ha dicho, aparte del nacionalismo más obtuso, que no sea posible o más bien deseable una diversidad cultural bajo una unidad política? ¿Acaso no es eso lo habitual en nuestros días? Y es un disparate decir que, cuanto más grande es un territorio, más difícil resulta que viva en democracia; la verdad es exactamente la opuesta: como ha escrito Jürgen Habermas, “la democracia en un solo país no puede siquiera defenderse contra los ultimatos de un capitalismo furioso que traspasa las fronteras nacionales”. En cuanto a los beneficios de la salida de Reino Unido de la UE, ya eran bien visibles para todos cuando se publicó la entrevista italiana de Houellebecq. ‘Inglaterra es el caos’, titulaba ese mismo día Rafael Ramos en La Vanguardia su crónica desde Londres: según resumía Ramos, la crisis política era total, con una generación entera de dirigentes purgados, con los dos principales partidos del país sumidos en el desconcierto, con la democracia cuestionada y con Escocia e Irlanda del Norte amenazando con iniciar un proceso de desmembración del Estado; la situación económica, por su parte, era peor: “La libra esterlina se encuentra en su nivel más bajo en 30 años”, escribía Ramos, “la inversión ha quedado congelada, la confianza de los consumidores se ha evaporado y los bancos dan los primeros pasos para trasladarse al continente”. En resumen, todo indica que, como auguraba Houellebecq, los británicos vivirán mucho mejor tras su salida de la UE.

Es cierto: un escritor debe incordiar, meter el dedo en la llaga, decir lo que nadie quiere escuchar, romper el consenso; pero, si es a costa de difundir falsedades o disparates, lo mejor es que se calle: sobre todo cuando se trata de política, es mil veces preferible una verdad tediosa que una falsedad interesante. Se impone recordar aquí a Albert Camus, que escribió: “Toda idea falsa acaba con sangre, pero se trata siempre de la sangre de los demás. Esto explica que algunos de nuestros pensadores se sientan libres de decir cualquier cosa”.

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