Goleadores sin dios

Un seguidor de la selección islandesa durante un partido de la Eurocopa, celebrada entre los meses de junio y julio de este año. Martin Bureau (AFP)

Hacían goles inesperados y sin embargo no hacían, como tantos otros goleadores, esos gestos que claman al cielo: después de cada gol no miraban hacia arriba como si arriba hubiera algo que mirar. Los islandeses, que propinaron a los ingleses su Brexit más inesperado –de la última Eurocopa–, fueron la sensación del campeonato, y ninguno pensó que lo eran porque algún dios lo hubiera decidido. Los jóvenes de Islandia no creen esas cosas. Ellos creen que, cuando hacen o no hacen...

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Hacían goles inesperados y sin embargo no hacían, como tantos otros goleadores, esos gestos que claman al cielo: después de cada gol no miraban hacia arriba como si arriba hubiera algo que mirar. Los islandeses, que propinaron a los ingleses su Brexit más inesperado –de la última Eurocopa–, fueron la sensación del campeonato, y ninguno pensó que lo eran porque algún dios lo hubiera decidido. Los jóvenes de Islandia no creen esas cosas. Ellos creen que, cuando hacen o no hacen algo, son suyos los méritos, las culpas, las responsabilidades.

Las cifras de las encuestas más recientes son precisas: ningún islandés de menos de 25 años –el 0,0 por ciento– cree que un dios haya creado la Tierra o sus habitantes. En Estados Unidos, por ejemplo, una encuesta de Gallup dice que el 28 por ciento de los jóvenes cree que “Dios creó al hombre hace menos de 10.000 años”.

Los islandeses no, aunque su Estado sostiene a la Iglesia luterana y cada ciudadano debe pagar casi 80 euros al año de contribución fiscal forzosa al culto que prefiera. Por eso, en los últimos años, creció incontenible el zuísmo, una nueva religión que adora a un antiguo, olvidadísimo dios sumerio de cuerpo de águila y cabeza de león, Zu, y asegura, junto con la protección del raro bicho, la devolución de los 80 euros.

Islandia es el país-país –ni paraíso fiscal ni religioso– menos poblado de Europa: son 330.000 habitantes. Vive de la pesca, el aluminio, la producción de software y biotecnología; el turismo también es importante: cada año, Islandia recibe el triple de su población en visitantes extranjeros. El país está entre los primeros en desarrollo humano y es el menos desigual del mundo según el índice de Gini. Tiene más escritores y lectores que cualquier otro: uno de cada diez isleños ha escrito o escribirá un libro.

El cristianismo luterano terminó de imponerse en el siglo XVI, con la decapitación del último obispo católico; fue obligatorio hasta fines del XIX –cuando se decretó la libertad de cultos. Ahora la Iglesia luterana sigue siendo mantenida por el Estado pero la educación es laica: nadie enseña a los niños islandeses que hubo un dios que hizo la Tierra y sus habitantes en seis días hace unos miles de años. Y ninguno de ellos, entonces, se lanza a esas raras piruetas dialécticas que practican con tanta pericia los cristianos: creer en un dios cuya palabra oficial aparece en un libro que dice tantas cosas que no pueden creer.

Los jóvenes islandeses se deshicieron de esas supersticiones por el método menos supersticioso: estudiando. Si la tendencia se mantiene, en unas décadas serán la primera sociedad en muchos siglos que no necesitará contarse cuentos de reyes y magos y vírgenes pariendo y muertos que no mueren y hágase la luz. Si acaso, nos mostrarán cómo es vivir sin esos fantasmas: será un estudio fascinante sobre nuestra cultura. Algún chusco lo llamaría una premonición.

Aunque, por ahora, a nadie le importe demasiado: el dato, como tantos, quedó sepultado bajo la catarata cotidiana. Nuestra especialidad, en este mundo recargado de novedades nimias, es pensar que la historia siempre es otra cosa. O, peor: confundir la historia con la actualidad.

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