Columna

El triunfo de los descerebrados

Uno empieza a hacerse viejo el día en que, después de un desastre, escribe un artículo que empieza: “Yo ya lo advertí”. Pues bien: yo ya lo advertí. Me refiero a la salida de Reino Unido de la Unión Europea (UE). Lo advertí en un artículo publicado en el diario Le Monde pocos días antes de que se celebrara el referéndum británico, cuando todas las encuestas y todos los llamados científicos sociales predecían científicamente la victoria de los partidarios de la permanencia en la UE. ¡Vivan las encuestas! ¡Vivan los llamados científicos sociales y su ciencia!

Mi argumento no era ...

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Uno empieza a hacerse viejo el día en que, después de un desastre, escribe un artículo que empieza: “Yo ya lo advertí”. Pues bien: yo ya lo advertí. Me refiero a la salida de Reino Unido de la Unión Europea (UE). Lo advertí en un artículo publicado en el diario Le Monde pocos días antes de que se celebrara el referéndum británico, cuando todas las encuestas y todos los llamados científicos sociales predecían científicamente la victoria de los partidarios de la permanencia en la UE. ¡Vivan las encuestas! ¡Vivan los llamados científicos sociales y su ciencia!

Mi argumento no era científico, sino empírico. Mi argumento es que, contra lo que creen tantos, el nacionalismo no está muerto en Europa, ni está confinado a las naciones sin Estado; está por todas partes, en algunos sitios vivito y coleando, en otros latente y esperando su momento. Mi argumento es que el nacionalismo no es una ideología política, sino una fe; que no en vano la nación fue el sustituto de Dios como fundamento político del Estado y que acabar con ella en Europa va a ser casi tan difícil como lo fue acabar con Dios. Mi argumento es que el nacionalista, como observó George Orwell, es indiferente a la realidad, así que da lo mismo que a un nacionalista inglés se le demuestre con datos que toda la verborrea antiinmigración de Nigel Farage no es más que eso, verborrea –el delirio xenófobo de un bocazas–, porque él seguirá creyendo que los inmigrantes amenazan su empleo y su seguridad; igual que le da lo mismo que vengan Obama y el FMI y la City y el Financial Times y el sursuncorda –incluido Yanis Varoufakis– a asegurarle que salir de Europa es un mal negocio para Reino Unido, porque él seguirá creyendo que es un negocio excelente, como se ha demostrado en cuanto Reino Unido ha salido de la UE. Condorcet escribió que “el miedo es el origen de casi todas las estupideces humanas y, sobre todo, de las estupideces políticas”, y Walter Benjamin sostenía que la felicidad consiste en vivir sin temor; mi argumento es que el nacionalista es un infeliz con mucho miedo: para el nacionalista inglés u holandés o escandinavo, la UE es un instrumento diseñado para que los griegos, los portugueses y los españoles le robemos mientras tomamos el sol y bebemos sangría, un engañabobos, un trasto frío, distante e inservible que le obliga a vivir a la intemperie, con gente rara que habla lenguas raras y practica costumbres raras; él prefiere vivir con los suyos o con los que imagina que son los suyos, protegido por las falsas seguridades de siempre, refugiado en ilusorias identidades colectivas, aspirando, como diría Nietzsche, el viejo olor del establo. Hace años le oí decir a Guillermo Cabrera Infante que Reino Unido iba camino de convertirse en un país del Tercer Mundo; aunque el escritor cubano llevaba décadas viviendo en Londres, me pareció una hipérbole catastrofista de exiliado incurable. Ahora ya no sé qué pensar: al fin y al cabo, los españoles sabemos muy bien que apartarse de Europa por razones cretinas de orgullo patriótico, después de haber sido el centro de un Imperio tan poderoso como el británico, puede condenar a un país a siglos de atraso económico, cerrazón política y oscurantismo moral e intelectual. Como no soy arúspice ni científico social, mi argumento no es que tal cosa vaya a ocurrir; mi argumento es que, como la política no es una ciencia, tal cosa puede ocurrir. Mi argumento es que, bien manejados por el rencor, las mentiras y el sentimentalismo de los demagogos, incluso los países más civilizados pueden votar contra sus propios intereses. Mi argumento es que, en política como en todo, la irracionalidad es mucho más poderosa que la racionalidad.

Es lo que –¡yo ya lo advertí!– acaba de demostrar Reino Unido. Ahora todos nos preguntamos qué pasará; la respuesta es que no se sabe. Por supuesto, lo mejor que podría pasar es que todos escarmentáramos en cabeza ajena. Pero en esto yo también soy pesimista. Un irlandés que sobre todo era británico, George Bernard Shaw, escribió que lo único que se aprende de la experiencia es que no se aprende nada de la experiencia. Nada indica que no estuviera en lo cierto.

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