Columna

Buenos políticos y políticos buenos

EN UNA ENTREVISTA concedida a este periódico, Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, reivindicaba por dos veces el llamado buenismo. “Es una de las cualidades que hay que valorar en política”, declaraba. Lo primero que tengo que decir sobre esto es que, si yo fuera madrileño, no tendría la menor duda: votaría a Carmena; lo segundo es que, si no me equivoco, Carmena se equivoca. Como mínimo en la forma.

Me explico. Sabemos desde Humpty Dumpty que las palabras tienen amo, y el amo de la palabra buenismo (más bien palabro) es la der...

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EN UNA ENTREVISTA concedida a este periódico, Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, reivindicaba por dos veces el llamado buenismo. “Es una de las cualidades que hay que valorar en política”, declaraba. Lo primero que tengo que decir sobre esto es que, si yo fuera madrileño, no tendría la menor duda: votaría a Carmena; lo segundo es que, si no me equivoco, Carmena se equivoca. Como mínimo en la forma.

Me explico. Sabemos desde Humpty Dumpty que las palabras tienen amo, y el amo de la palabra buenismo (más bien palabro) es la derecha (más bien la FAES), que la creó en principio para denunciar la hipocresía o el fariseísmo o la ñoñez de la izquierda, y que en la práctica sirve para denunciar políticas de izquierda que, como la de acoger con la máxima generosidad posible a los refugiados, a ellos les parecen hipócritas o fariseas o ñoñas y a algunos nos parecen moralmente inexcusables y políticamente necesarias. Así que es un error usar la palabra buenismo, a menos que uno acepte encerrarse en la cárcel conceptual de la FAES (o a menos que se use con pinzas); dicho de otro modo: reivindicar el buenismo es meterse un golazo en propia puerta. Lo que hay que reivindicar es la bondad. Me refiero a la bondad en política, claro está, que es lo que, creo, intentaba hacer Carmena. Porque de un tiempo a esta parte reivindicar en serio la moral en política se ha convertido en una provocación. El motivo es que hemos disociado por completo la moral de la política, lo que nos ha hundido en un maquiavelismo universal, de manera que, si a alguien se le ocurre decir que para ser un buen político hace falta ser una buena persona, la reacción a derecha e izquierda será algo peor que un improperio: una ceja levantada y una sonrisa sardónica.

Por supuesto, la política y la moral son cosas distintas (y confundirlas suele provocar resultados catastróficos, como ocurrió en la Unión Soviética y sus satélites). La moral es privada e individual, mientras que la política es pública y colectiva; la moral atañe a los actos y se juzga por las intenciones de quien los lleva a cabo, mientras que la política atañe a las consecuencias de los actos y se juzga por los resultados que obtiene. Lo cual significa que una persona magnífica puede ser un pésimo político, pero no que la calidad moral de una persona sea indiferente en política. Ni hablar: la prueba es que es difícil que una mala persona sea un buen político; o, más generalmente, un buen profesional. Esto no lo digo yo, que para la FAES debo de ser un buenista peligroso, sino la neurociencia, o al menos el gran neurocientífico Howard Gardner. Gardner sostiene que no existen buenos profesionales que sean malas personas; para él, es imposible lograr la excelencia si uno se limita a satisfacer el ego, la ambición o la avaricia, si uno no es capaz de comprometerse con objetivos que superen las propias necesidades para satisfacer las de otros, lo que exige fuertes principios morales: si se carece de ellos, concluye Gardner, se puede llegar a ser un profesional correcto, pero no sobresaliente. Toma ya. Hace mucho tiempo que es de buen tono decir que hay grandes escritores que son grandes canallas; asombra que semejante necedad sea considerada un alarde de lucidez: igual que es imposible que una tierra mala dé un buen vino, o el gran escritor canalla no es un canalla, o no es un gran escritor. Algo semejante ocurre con los grandes políticos. No digo que un gran político no pueda cometer errores e injusticias; lo que digo es que la excelencia moral es un valor en un político y que quizá no es casualidad que el mayor político de nuestro tiempo fuera Nelson Mandela, un hombre que, como escribe Tzvetan Todorov, encarna una excepcional fusión de rectitud moral y eficacia política. Lo que digo es que quizá sólo las buenas personas pueden ser los mejores políticos.

Claro que a lo mejor todo es más sencillo: a lo mejor esta idea absurda de que no hace falta ser una persona decente para ser un buen político ha sido difundida por políticos sinvergüenzas para poder seguir siendo unos sinvergüenzas. No descarto que con los escritores ocurra lo mismo.

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