El triángulo dorado de India

Ceremonia de la orden Svetámbara, una de las principales del jainismo.Abbas

LA primera tarde de nuestro viaje al emblemático triángulo dorado de India, la región del noroeste que comprende Delhi, Agra y Jaipur, Liliana y yo fuimos a un bazar en Delhi a comprar ropas que nos dieran un aspecto menos extranjero. Liliana quería que le enseñaran cómo vestir un sari, pero las mujeres no atendían en ninguna tienda; los bazares, como buena parte de los espacios públicos indios, eran eminentemente masculinos. Un joven debió ponerse el sari y enseñarle cómo llevarlo.

Salíamos del bazar cuando escuchamos un ruido de tambores que provenía de la avenida a nuestras espaldas....

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LA primera tarde de nuestro viaje al emblemático triángulo dorado de India, la región del noroeste que comprende Delhi, Agra y Jaipur, Liliana y yo fuimos a un bazar en Delhi a comprar ropas que nos dieran un aspecto menos extranjero. Liliana quería que le enseñaran cómo vestir un sari, pero las mujeres no atendían en ninguna tienda; los bazares, como buena parte de los espacios públicos indios, eran eminentemente masculinos. Un joven debió ponerse el sari y enseñarle cómo llevarlo.

Salíamos del bazar cuando escuchamos un ruido de tambores que provenía de la avenida a nuestras espaldas. Una procesión había detenido el tráfico. Vimos el desfile de un grupo de monjes, desnudos y con barbijos que les cubrían la boca. Los indios comentaban la escena entre risas, los turistas sacábamos fotos. Eran monjes digambara, pertenecientes a la religión jainista, y se dirigían al templo, un edificio de arenisca roja que dominaba toda la zona.

Al entrar, nos sacamos los zapatos y recorrimos jardines por los que deambulaban monjes y turistas. Los murales contaban la leyenda del fundador del jainismo, un rey que se fue a vivir a la selva tras una pelea con su hermano, que murió meditando y fue devorado por las lianas de los árboles. Había tres santuarios olorosos a incienso; los fieles encendían velas y traían ofrendas a los tirthankaras, maestros de la religión jainista que sirven de ejemplo pero no intervienen en las labores de los humanos.

pulsa en la fotoTejedoras de alfombras en Salawas, cerca de Jodhpur.

En el último piso conocimos el hospital de aves, un recinto con hileras de jaulas con palomas heridas o enfermas, algunas en proceso de convalecencia y otras esperando el turno para ser operadas. Un veterinario nos regaló un folleto con información sobre el jainismo, una religión radical que establece la necesidad de respetar a todas las criaturas vivas del universo. Entre sus seguidores más extremos están los monjes digambara, que viven desnudos, no comen ningún alimento para cuya recolección uno necesite dañar o matar la planta o el animal, y caminan mirando el suelo para no matar insectos sin querer.

Al día siguiente, Liliana y yo nos enfermamos por culpa del abuso de los pollos al curri, picantísimos, y los mangos lassi de los puestos callejeros. A partir de ahí decidimos comer en restaurantes vegetarianos, que abundaban en la región gracias precisamente a la influencia jainista. La comida vegetariana era también muy picante, de modo que, por insistir, me pasé enfermo todo el viaje. Una noche, desesperado, le pedí a un taxista de un autorickshaw amarillo y verde que nos llevara a un hotel de la cadena Holiday Inn, solo porque había leído que allí servían comida occidental. Estuvo dando vueltas durante una hora y nos llevó a un hotel de la cadena Best Western. Así aprendimos que los taxistas de autorickshaws nunca dicen que no conocen una dirección porque la competencia es salvaje: prefieren dejar que el pasajero suba al vehículo y arreglárselas después.

Todo el viaje fue un encuentro continuo con lo sagrado, con lo espiritual. A veces era la fe pura la que veíamos desbordarse en las ceremonias de las mezquitas: una tarde en la Nizamuddin dargah, un templo sufí, escuchamos sonidos qawwalis conmovedores con los músicos en estado de trance. Pero esa fe podía llegar a extremos que impedían la fácil comprensión: vimos, a través de unas rendijas en una esquina del dargah, a tres adolescentes tiradas en el suelo, encadenadas, los ojos ausentes, mientras a su alrededor un grupo de mujeres lloraba, gritaba y rezaba en una suerte de exorcismo.

Otras veces la fe se mezclaba con el oportunismo secular, como en Pushkar, una ciudad de peregrinación camino a Jaipur a la que fuimos para visitar el lago sagrado, central en la religión hindú. Para llegar alquilamos un taxi; dos hermanos nos llevaron por un camino serpenteante. Nosotros nos fijábamos en la carretera, nerviosos, pero los hermanos querían conversación: por la diferencia de edad, dedujeron que éramos un matrimonio arreglado; estaba mal visto no ser casados –una mujer soltera no podía viajar con un hombre–, así que no les contradijimos.

Al día siguiente, sentados en una de las 52 ghats –escalinatas en torno al lago donde se llevan a cabo los rituales—, mirábamos a los hindúes sumergirse en las aguas oscuras cuando un par de mujeres se sentó junto a nosotros. Nos agarraron las manos y nos hablaron en inglés: nos preguntaron cuántas personas teníamos en nuestra familia más cercana entre padres, hermanos e hijos. Yo respondí que alrededor de 10. La joven que me agarraba las manos me puso 10 manillas, me dijo que cerra­ra los ojos y me hizo rezar; la otra, una mujer mayor, hizo lo mismo con Liliana. Seguíamos lo que nos decían porque creíamos que se trataba del ritual acostumbrado. La joven me preguntó si yo quería una oración por el bien de mi familia; asentí. Me dijo que ella rezaría 10 oraciones y que cada manilla costaba una determinada cantidad de rupias. Recién entendí de qué se trataba, le devolví las manillas y nos fuimos.

En Pushkar una vaca orinó en la calle y una anciana se le acercó corriendo para beber su orina sagrada; tres o cuatro chicos se acercaron tras ella. A Udaipur, ciudad en torno al lago Pichhola, llegamos en un tren en el que viajamos toda la noche. Nos encantó la vida en el tren, las familias indias que comían pan chapati con verduras en los pasillos atestados, nuestros compañeros de camarote, que se levantaban para ir al baño procurando no hacer ruido.

Conocimos el templo Jagdish, dedicado a Visnú, de piedra negra y con imágenes eróticas esculpidas en las paredes exteriores, un reconocimiento a la necesidad de encontrar el camino a lo divino a través de la entrega más puramente terrenal. Hubo jóvenes indios a la salida del templo que, tímidos, sonrientes, curiosos, se nos acercaron a pedir que nos sacáramos fotos con ellos; imaginábamos que venían de pueblos pequeños, no estaban acostumbrados a ver extranjeros y les parecíamos exóticos. El ritual de las fotos había sido una constante amable a lo largo del viaje.

La última noche en Nueva Delhi, yo seguía enfermo, así que cenamos una hamburguesa en un McDonald’s.

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