Columna

Ovejas con piel de ovejas

LA moda es la cortesía negativa. Según esta triunfante estrategia de comunicación, que tanto sirve para las relaciones personales, políticas o comerciales, uno no llega muy lejos si actúa o se presenta con abierta simpatía. Y peor si muestra empatía, con perdón, una de las palabras más antipáticas de los últimos tiempos. Lo que funciona es la cortesía negativa, una manera de establecer contactos con el otro, e incluso negociaciones y acuerdos, pero manteniéndolo a raya y mirándole por encima del hombro.

Uno de los mejores ejemplos de cortesía negativa que recuerdo fue el día en que un c...

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LA moda es la cortesía negativa. Según esta triunfante estrategia de comunicación, que tanto sirve para las relaciones personales, políticas o comerciales, uno no llega muy lejos si actúa o se presenta con abierta simpatía. Y peor si muestra empatía, con perdón, una de las palabras más antipáticas de los últimos tiempos. Lo que funciona es la cortesía negativa, una manera de establecer contactos con el otro, e incluso negociaciones y acuerdos, pero manteniéndolo a raya y mirándole por encima del hombro.

Uno de los mejores ejemplos de cortesía negativa que recuerdo fue el día en que un colega periodista con agallas, en medio de la mansedumbre colectiva, reaccionó ante una barbaridad de la máxima autoridad local y le dijo: “Si me permite un matiz, excelentísimo señor alcalde, yo añadiría que el monstruo que todos llevamos por dentro, usted, en esta ocasión, lo lleva por fuera”. A lo que el aludido, balanceándose ligeramente en el pódium del ego, respondió: “¡No empecemos con indirectas!”.

Estamos rodeados de cortesía negativa. Es una manera de mantener las formas y la convivencia, sin pasar a lo que el filósofo Caneda llamaba “las hostialidades”. Como la de esos viejos amigos que se reencuentran cordialmente a su pesar e intercambian cariñosos trazos pictóricos a modo de cachetes: “Y también has engordado, ¡qué buena vida llevas, cabrón!”. Elegía debidamente correspondida: “Sí, pero en mi caso son kilos de inteligencia”. Nadie se da por vencido. Es lo que tiene la cortesía negativa: “¡Es que tú siempre fuiste un devorador de trilogías!”. Y suena una carcajada: “¡Sí, un trilogodita!”.

Estoy convencido de que esta ola de cortesía negativa es un efecto del cambio climático. Es algo atmosférico. Se extiende a todos los ámbitos. Es verdad que, especialmente en la política, siempre hubo una cortesía negativa. Es fácil encontrar frases duras e ingeniosas, sobre todo cuando se trata de competidores dentro del mismo partido. Pero una de mis preferidas dentro de la cortesía negativa, terrible, demoledora, es la que le dedicó Winston Churchill al laborista Clement Attlee: “A sheep in sheep’s clothing”. Para desenmascarar a un rival como falso moderado no ha decaído el uso de la metáfora del “lobo con piel de cordero”. Es lo que tienen los cuentos electorales para niños: el lobo siempre funciona. Pero lo de Churchill, eso sí que es destruir una reputación: decir de un político que es “una oveja con piel de oveja”. Eso acabó con el pobre Attlee y acabaría con cualquiera.

Sitúense en la escena política española. Piensen en cualquiera de los que compiten en este estado permanente de cortesía negativa, en una encrucijada donde en cada gesto parece ventilarse el poder. Todos tienen que aparentar ser lobos con piel de cordero. Según las encuestas, la opinión pública quiere un pacto. Pero para que haya pactos tiene que haber ovejas. Al menos, una. Y a la primera oveja que aparezca se la zampa la hambrienta opinión pública.

Es el círculo cerrado de la cortesía negativa.

Y ese es el círculo en el que también está encerrada Europa. He ahí el ejemplo perfecto de la cortesía negativa: el llamado Brexit y todo lo que lo rodea.

Margaret Thatcher nunca tuvo que disfrazarse con piel de cordero. Creo que no le disgustaría el apodo de Loba de Hierro, un punto más shakespeariano que el de Lady of Iron. En la forja de su carisma se destaca la trituración de los sindicatos. Pero el gran triunfo de Thatcher fue poner freno a la construcción de los Estados Unidos de Europa, la utopía más razonable del siglo XX. Reino Unido se había incorporado a ese sueño en 1973. Había un apoyo popular y el conservadurismo nacionalista puso cara de oveja. Hasta que el europeísta Jacques Delors, el mejor presidente de la historia de la Comisión, avanzó su propuesta para profundizar en la unión federal europea y consolidarla como un espacio de bienestar social y democrático, con Parlamento y Gobierno verdaderos. Fue entonces, el 30 de octubre de 1990, cuando retumbó en la Cámara de los Comunes el “¡No, no, no!” de Margaret Thatcher. Ya no había vuelta atrás. Dos años antes, en el Discurso de Brujas, había inaugurado el euroescepticismo, pero con algo más de humor: invitarla a ella a hablar de la construcción europea era como llamar a Gengis Jan para ilustrar la “coexistencia pacífica”.

Pese a las apariencias, frente al sueño europeo, ganó aquel “¡No, no, no!”. Había que acabar con Europa como una referencia del bienestar, un ecosistema de derechos y libertades. Un mal ejemplo para el mundo. Ahora, por medio de la cortesía negativa, aceptando medidas retrógradas sobre la emigración, una Europa tambaleante, corroída por la inhumanidad, espera que Reino Unido no se desamarre. Pero no hay emoción ni implicación intelectual en la espera, como si no importase el naufragio de Europa. ¿O será que las ovejas han llegado a la conclusión de que los lobos se van y vienen cuando quieren?

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