Columna

Doctor L.

A veces me pregunto por qué voy al acupuntor

El doctor L. ejerce algo en lo que no creo: la medicina tradicional china, que incluye la acupuntura. Voy a ver al doctor L. desde hace un tiempo, no mucho. El suficiente para decir que soy paciente asidua. No tengo problemas, pero sí tengo problemas. Entonces, voy a ver al doctor L. Atiende en una casona antigua donde hay un olor enervante a menta y a raíces. Tiene 80 años que parecen 60. En verano usa shorts de jean a mitad de muslo, cómicos. Eso es lo único cómico del doctor L. Cuando me tiendo en mi camilla me habla del tiempo —“Tiempo es suyo; usted no es del tiempo”—, m...

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El doctor L. ejerce algo en lo que no creo: la medicina tradicional china, que incluye la acupuntura. Voy a ver al doctor L. desde hace un tiempo, no mucho. El suficiente para decir que soy paciente asidua. No tengo problemas, pero sí tengo problemas. Entonces, voy a ver al doctor L. Atiende en una casona antigua donde hay un olor enervante a menta y a raíces. Tiene 80 años que parecen 60. En verano usa shorts de jean a mitad de muslo, cómicos. Eso es lo único cómico del doctor L. Cuando me tiendo en mi camilla me habla del tiempo —“Tiempo es suyo; usted no es del tiempo”—, me da consejos que no intento descifrar (“Usted mucho fuego. Coma sandía”), o me dice: “Cuide salud ahora, vive cien años”. Yo no estoy segura de querer vivir cien años. Como todo el mundo, quiero ser inmortal. Cada vez que me pone sus agujas dice: “Descansa”, y desaparece. A veces me pone alguna que produce una descarga eléctrica punzante y no me quejo. Entonces, él dice: “Buena mujer, buena aguja”, y yo me siento orgullosa de saber que mi dolor es mi perro: que me acompaña fiel, domesticado. Cuando el doctor L. se va, yo hago algo que nunca hago, salvo cuando duermo: cierro los ojos. Y escucho que, desde las camillas cercanas, llegan quejidos, ayes. La gente que va a ver al doctor L. tiene dolencias graves: hernias, pinzamientos. Yo no. Yo tengo, apenas, mi pequeño error de paralaje, mi desgracia leve. El río dentro de mí que se enturbia y enfría las venas como un mal presagio. Mientras estoy tumbada escucho al doctor L. ir y venir como una abeja laboriosa entre todo ese sufrimiento humano. Y no pienso en nada. El doctor L. logra lo que no ha logrado nunca nadie, ni hombre ni mujer ni mar ni río: hacerme cesar. A veces me pregunto por qué voy; si mi peregrinación al doctor L. no es una forma, como cualquier otra, de la inutilidad y de la fe.

 

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