Tribuna

¿Quién vela por los derechos de los refugiados?

Un éxodo como el actual no se resuelve con solidaridades bienintencionadas, pero aisladas

"En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país”. No se trata de un nuevo manifiesto de los abajo firmantes, sino del punto 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948. Este amplio reconocimiento del derecho de asilo solo queda limitado en caso de una acción judicial por delitos comunes o actos opuestos a los principios de la ONU. Por supuesto que lo ocurrido desde entonces ha convertido los derechos humanos en inexistentes en no pocas partes de la Tierra, pero ¿es posible que tales va...

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"En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país”. No se trata de un nuevo manifiesto de los abajo firmantes, sino del punto 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948. Este amplio reconocimiento del derecho de asilo solo queda limitado en caso de una acción judicial por delitos comunes o actos opuestos a los principios de la ONU. Por supuesto que lo ocurrido desde entonces ha convertido los derechos humanos en inexistentes en no pocas partes de la Tierra, pero ¿es posible que tales valores también queden destruidos en Europa?

Veamos lo sucedido con la crisis de los refugiados. Mientras muchos Gobiernos europeos se resistían a considerarlo como un problema suyo, desde la sociedad civil emergían chispazos de solidaridad privada o colaborativa. Hay alemanes que abren sus casas a migrantes a través de una web (Refugees Welcome) que relaciona a los que disponen de alojamientos con los aspirantes a ocuparlos. Vemos otros que acuden en gran número a la estación central de Múnich con alimentos y juguetes, y a vecinos que aportan toda la comida que pueden a los refugiados en la estación de Viena. Pero no hay que engañarse: un éxodo como el actual no se resuelve con solidaridades bienintencionadas, pero aisladas. Por eso la mayoría de los atrapados en Hungría multiplican los gritos de “¡Merkel!” y “¡Alemania!”, como quien evoca la última tabla de salvación.

Las llamadas de socorro a Alemania se dirigen hacia un Estado que tiene previsiones para acoger este año hasta 800.000 migrantes, casi el doble de los que pidieron asilo en 1992 tras la caída del bloque soviético. Y cuya canciller declara que “conceder el asilo a una persona perseguida políticamente es un derecho fundamental”. La dirigente alemana invoca para ello la Constitución de su país; a propósito, en España está constitucionalizada la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sin que la clase política lo utilice como apoyo para actuaciones mucho más proactivas. Desde luego, no se oye hablar en estos términos a Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno.

También en España existe una cierta solidaridad civil, canalizada a través de fundaciones y ONG tradicionales, y de alguna entidad católica. Sin embargo, el deber moral de prestar ayuda a los refugiados camina aquí a impulsos de ciertos poderes públicos. Hasta el momento, la única movilización significativa es la de instituciones locales que siguen la señal de partida dada por la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con su registro de familias dispuestas a ayudar a los refugiados, bien sea ofreciéndoles alojamiento o de otras formas. A este impulso les han sucedido los de Manuela Carmena (la regidora madrileña), otros municipios y alguna comunidad autónoma, la mayoría en manos de la izquierda o de grupos afines a Podemos.

La emoción causada por la muerte de un niño se ha convertido en la esperanza de una mejor protección de los refugiados

Confinada la cuestión solidaria al terreno político, el futuro de este movimiento dependerá de cuántos refugiados quiera acoger el Gobierno español, muy titubeante en esta materia. Si antes se resistía a recibir a los pocos millares de asilados que le pedía la Comisión Europea, escudándose en el elevado nivel de paro existente en España, ahora dice que aceptará a los que “le correspondan”, precisamente cuando el paro ha subido un poco más y Bruselas intenta triplicar el número de refugiados a repartir. Tras la reciente legalización de las “devoluciones en caliente” de migrantes a Marruecos, el partido gobernante matiza su política a causa de las presiones europeas y para ponerse en guardia ante posibles pérdidas de apoyo que pudiera sufrir porque otras instituciones se le han adelantado.

Al final, ¿quién vela por los derechos de los refugiados? No sus países de origen, por descontado, sumidos en guerras que duran ya varios años. Como tampoco pensaban hacerlo —salvo excepciones— las autoridades europeas. Paradójicamente, la difusión de la imagen del pequeño niño sirio muerto en una playa de Bodrum ha sido el catalizador de un cambio político. No lo consiguieron los datos de tragedias anteriores, cuando muchos más niños se ahogaban en las azarosas travesías mediterráneas y otros se asfixiaban en un camión frigorífico en Austria, sin que tales hechos despertaran conmoción general alguna. Ha sido preciso que la imagen del cadáver de Aylan en la playa llegara a los dispositivos electrónicos de cientos de millones de personas para conmover las conciencias y hacer imposible que dirigentes como David Cameron —y el propio Gobierno español— mantuvieran sus conocidas renuencias a la acogida de más refugiados.

En un Viejo Continente muy crispado, donde las ideas políticas de extrema derecha parecen incontenibles, la emoción causada por la muerte de un niño, captada en un lugar que evoca sentimientos de felicidad y vacaciones, se ha convertido en la esperanza de una mejor protección de los derechos de los refugiados. Un duro precio para que Europa no dañe del todo sus valores tradicionales.

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