Convertir la noticia en rumor

Bellido, si estaba poeta, le ponía al muerto un pitillo entre los labios y escribía una nota de suicidio, siempre la misma

EVA VÁZQUEZ

El suceso se produjo un mediodía de agosto. El teléfono sonó alrededor de las dos de la tarde. Yo estaba de guardia y dentro de su despacho se encontraba el director Ventín haciendo un sudoku.

De la impresión que le dio el timbre cogió él mismo el auricular. El otro, sorprendido porque le respondiesen tan rápido, colgó inmediatamente. Escuché a Ventín decir “¿sí?, ¿sí?” y después colgar con un bufido. Se había puesto de pie, hiperventilando. El aire podía cortarse con un cuchillo.

Volvió a sonar el teléfono. Ventín lo miró desafiante: aquello empezaba a ser personal. Se acercó y,...

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El suceso se produjo un mediodía de agosto. El teléfono sonó alrededor de las dos de la tarde. Yo estaba de guardia y dentro de su despacho se encontraba el director Ventín haciendo un sudoku.

De la impresión que le dio el timbre cogió él mismo el auricular. El otro, sorprendido porque le respondiesen tan rápido, colgó inmediatamente. Escuché a Ventín decir “¿sí?, ¿sí?” y después colgar con un bufido. Se había puesto de pie, hiperventilando. El aire podía cortarse con un cuchillo.

Volvió a sonar el teléfono. Ventín lo miró desafiante: aquello empezaba a ser personal. Se acercó y, con toda la normalidad de la que fue capaz, descolgó con los labios temblando.

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—¿Un cadáver, a las dos de la tarde?

Vi cómo agitaba el reloj en la muñeca: había descubierto que los muertos no comían.

—¿Qué le hace pensar que nos puede interesar un cadáver a estas horas?

—Por eso mismo, esto es un periódico, no una funeraria.

Colgó como sólo le había visto colgar a su mujer, y hundió la cabeza en el sudoku levantando el lápiz con asco, como si sujetase una lombriz.

El teléfono volvió a sonar. Esta vez fui más rápido que él. El que llamaba era un amigo de Bellido, el subdirector. El hombre vivía en A Caeira, un barrio bien junto al poblado chabolista del Vao, un barrio un poco peor. Allí, en el Vao, había aparecido un cadáver.

Me deslicé con sigilo por el pasillo, agachado como un koala. En la Redacción se había llegado a planificar un túnel para casos así. Normalmente, cuando estábamos muchos, dos entretenían al director y uno escapaba con la libreta. “¡A dónde va ese hijo de puta!”, saltó una vez levantando la cabeza en el despacho.

Esta vez, cuando ya enfilaba la calle, escuché su voz a mi espalda pronunciando mi nombre como una bocina.

Me giré. Ventín caminaba como una viejita con vela aterrorizada en medio de la oscuridad.

—¿A dónde va?

—Ha aparecido un cadáver.

—¡Pero si son las dos! -atronó.

Finalmente decidió que tenía que subirse a mi coche. Por la manera determinante con que lo hizo parecía preparado para devolverle la vida al muerto y seguir con el sudoku.

Era la primera vez que veía a Ventín fuera de la Redacción y me puse nervioso enseguida. Lo primero que hizo al pasar por una cafetería fue querer bajarse a tomar un cortado y “leer la prensa”.

Por suerte el aire de la tarde le tranquilizó: había un mundo vacío y ordenado por el que transitábamos despacio. Ronroneaba como un gato cuando cruzamos Pontevedra. De repente entendí por qué era en agosto cuando trabajaba más horas, y por qué el sobresalto al toparse él, ni más ni menos, ¡el gran Ventín!, con un muerto.

El cadáver estaba echado bajo una casetucha, en un páramo tristón. Se trataba de un hombre flaco y joven. La fuente no había avisado a nadie más, así que hice lo que había hecho ya con Bellido alguna vez: saqué la cámara y me puse a buscar el mejor encuadre desplazando el cadáver a mi antojo. Bellido solía fijarse en la posición del sol, trataba de que hubiese un fondo armonioso y a veces, si estaba poeta, le ponía al muerto un pitillo entre los labios y escribía una nota de suicidio, siempre la misma. Hubo un año en que la policía se volvió loca buscando a un asesino en serie.

Yo, como pesaba poco, arrastré el cadáver hacia una jeringuilla que estaba a unos diez metros. Me pareció adecuado que el hombre hubiese muerto de sobredosis, y supuse que Ventín lo aprobaría. Todavía no tenía la imaginación ni la fuerza de Bellido, que podría depositarlo en la puerta de la casa del alcalde y escribir una nota en ruso.

Había que mover cuerpos, pero qué otra cosa es el periodismo sino moverlos, vivos o muertos. Y aquello llevaba haciéndose muchos años. Las páginas había que llenarlas, por tanto el periódico se fabricaba con invenciones. La actualidad era un montón de barro que los más veteranos modelaban a gusto. A mí me seducía eso, me gustaba ese periodismo: al fin y al cabo quería ser novelista. Ventín miraba la escena rascando desmayadamente el tronco de un árbol. Le parecía una desvergüenza que se produjese una noticia, pero se convenció de que estábamos a tiempo de evitarlo. “Si trabajamos bien”, dijo, “podríamos convertirla en un rumor”.

—No ha habido muchos muertos por heroína en los últimos años —dijo—, pero no vamos a hacer morir a este chaval por peste —se mareó un momento, sin duda imaginándose el scoop de la peste europea en su pequeño despacho.

—¿Qué sugiere?

El sol nos daba a los dos en la cara. Ventín empezó a pensar de forma muy lúcida.

—Lo primero es hablar con asociaciones antidroga para asegurarnos de que ha habido muertos recientes, pero no muchos: no puede volver la heroína, a ustedes les gusta mucho eso de que vuelva a ponerse de moda esto o aquello. Hay que confirmar que este chico tuvo un entorno desgraciado, de ningún modo puede pertenecer a una familia de posición: esas historias son muy apetitosas. Interroga a policías y camellos y consigue al hombre que vende esta mercancía: tenemos que saber que no hay partidas adulteradas. Con un rumor —añadió— no valen tres fuentes: hay que tenerlas todas. La noticia será un runrunún, y después desaparecerá.

Vimos subir a lo lejos el coche de la policía. Ventín echó un último vistazo al muerto y a la jeringuilla.

—Y por el amor de Dios, que no sea músico y tenga 27 putos años.

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