Libros rotos

‘Ulises’ y ‘En busca del tiempo perdido’

LUIS TINOCO

Me desperté a las ocho, preparado para mi odisea diaria. Al levantarme, no pude evitar que a la vieja cama le chirriasen las arandelas de latón. Esta era la gran herencia que legó a Molly su padre. Ella adoraba esa cama. Maldita mujer. Después de muchas mañanas, los Bloom hemos aprendido a percibir ese ruido irritante casi como un silencio. Espié el cielo de Dublín por la ventana. Sería una jornada de calor. Larga. Minuciosa. Picada en trozos. Casi a tientas, desempolvé el traje negro para acudir al entierro de Paddy Dignam. Molly se quedó en la cama mientras yo bajaba a disponer el desayuno....

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Me desperté a las ocho, preparado para mi odisea diaria. Al levantarme, no pude evitar que a la vieja cama le chirriasen las arandelas de latón. Esta era la gran herencia que legó a Molly su padre. Ella adoraba esa cama. Maldita mujer. Después de muchas mañanas, los Bloom hemos aprendido a percibir ese ruido irritante casi como un silencio. Espié el cielo de Dublín por la ventana. Sería una jornada de calor. Larga. Minuciosa. Picada en trozos. Casi a tientas, desempolvé el traje negro para acudir al entierro de Paddy Dignam. Molly se quedó en la cama mientras yo bajaba a disponer el desayuno.

Puse agua a calentar, para el té, y preparé cuatro tostadas con la hogaza del día anterior. Estaba dura. También de eso tenemos costumbre. Entretanto el agua no hervía, salí a comprar alguna víscera a la tienda de Dlugacz. Me calé el sombrero. En el escaparate de la charcutería había salchichas y morcillas, pero dentro descubrí un pequeño hígado de cerdo. Goteaba sangre. Una maravilla. Y era el último. El desayuno perfecto. Respiré cuando la criada de mi vecina pidió unas salchichas. Qué caderas. Impresionantes. Podría estar un día entero mirándolas.

De vuelta a casa recogí el correo. Había una carta de Milly para mí, que también enviaba una postal a su madre. Entre ambas encontré un sobre sin remite, dirigido a Molly. Seguro que se trata de Boylan. Perro asqueroso. Sé que se ve con mi mujer. Lo sé de un modo remoto, irreflexivo, y no necesito saber más. La tetera hervía. Puse el hígado en la sartén. Rojito. Fresco. En la bandeja coloqué las tostadas, la mantequilla y el azúcar, junto con una taza, la leche y la tetera. Molly aún se quejó de cuánto había tardado. Maldita mujer. Se incorporó. Buenas tetas. Me dijo no sé qué de un libro. “Leopold, no entiendo una palabra; la he subrayado”. Buscó la página y me la tendió. “Metempsicosis”.

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Busqué mi montaña de revistas viejas. Me agradaba leer en el retrete del jardín. Demonios. Maldita mujer. ¿Qué habrá hecho con ellas?

Empezó a oler a quemado. El hígado. Salí corriendo. Sudor bajo el traje negro. Llegué a tiempo de evitar otro entierro. Raspé el hígado y le di los restos chamuscados a la gata. Cuando acabé, me sentí lleno, al punto que tuve que bajar un agujero al cinturón. Mis tripas se relajaron automáticamente. Zozobraban, como si estuviesen en alta mar, a merced de las corrientes. De hecho, sentí de un modo íntimo que debía ir al baño.

Busqué mi montaña de revistas viejas. Me agradaba leer en el retrete del jardín. Caprichos. Las revistas no estaban en su sitio. Demonios. Maldita mujer. ¿Qué habrá hecho con ellas? Hurgué en cajones y armarios. Nada. Me acordé de la caja de libros viejos que el padre de Molly nos había enviado desde Gibraltar. La otra mitad de la herencia. Algunos ni tenían tapas y a muchos incluso les faltaban hojas. Mejor. Las lecturas ideales para el retrete. Destellos. Elegí uno al azar, el más deteriorado, sin cubierta, y salí de casa. Crucé el jardín. Empujé la puerta con el pie. Entré en el retrete. Pestilencia. Espié el vecindario entre las rendijas. Nadie. No manches el traje, Leopold. Me acomodé el libro en las rodillas. Estaba tan destartalado que ni siquiera aparecía el título o el nombre del autor. Faltaban las veinte primeras páginas. Abrí por alguna parte del principio y leí… Mi único consuelo, mientras subía a acostarme, era que, cuando estuviese en la cama, mamá vendría a darme un beso… Qué cretino. Pero aquellas buenas noches duraban tan poco, mamá volvía a bajar tan aprisa que el momento en que la oía subir y después sentía por el pasillo de doble puerta el ligero roce de su vestido de jardín de muselina azul… Muselina azul. Anda que. Avancé cuarenta páginas. Y abrumado por aquel día sombrío y la perspectiva de un triste mañana, no tardé en llevarme maquinalmente a los labios una cucharada de té, en la que había dejado ablandarse un trozo de magdalena, pero en el preciso momento en que me tocó el paladar el sorbo mezclado con migas de bizcocho me estremecí, atento al extraordinario fenómeno que estaba experimentando… Basta de cursilerías. Prefería no saber quién era el autor de aquellas idioteces. Menudo chiflado. Arranqué la página y me limpié con ella. Luego me subí los pantalones y salí al jardín.

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