Editorial

Transparencia, pero poca

Hay que acabar con la opacidad administrativa, pero este paso no cumple todavía ese propósito

Si el propósito de la ley de Transparencia es contribuir a que los ciudadanos estén informados sobre cómo se toman las decisiones o cómo se manejan los fondos públicos, los más de 500.000 datos de la Administración del Estado publicados ayer electrónicamente ofrecen solo una primera y vaga respuesta a tales objetivos. Aun así, es positivo empezar a consolidar la idea de que las Administraciones Públicas carecen de un derecho general a la opacidad y que, en lo sucesivo, habrán de responder a los requerimientos de información de los ciudadanos.

España ha sido uno de los últimos países de ...

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Si el propósito de la ley de Transparencia es contribuir a que los ciudadanos estén informados sobre cómo se toman las decisiones o cómo se manejan los fondos públicos, los más de 500.000 datos de la Administración del Estado publicados ayer electrónicamente ofrecen solo una primera y vaga respuesta a tales objetivos. Aun así, es positivo empezar a consolidar la idea de que las Administraciones Públicas carecen de un derecho general a la opacidad y que, en lo sucesivo, habrán de responder a los requerimientos de información de los ciudadanos.

Editoriales anteriores

España ha sido uno de los últimos países de la Unión Europea sin una legislación de este tipo. Ningún Gobierno anterior consideró necesario facilitarlo —Zapatero aprobó un proyecto cuando estaba a punto de disolver el Parlamento— y por lo tanto corresponde al Ejecutivo del PP el mérito de haber promovido la primera ley en la materia que entra en vigor, y que comienza a ser aplicada de manera efectiva.

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Es verdad que los primeros resultados ofrecidos resultan decepcionantes. Haber colocado en el portal de la Transparencia unas tablas con las retribuciones de altos cargos permite ejercicios más bien anecdóticos, como el de comparar los bajos sueldos del jefe del Gobierno y de los ministros con los más elevados de sus subordinados directos. Pero no se dispone de los registros de entrada y salida de los ministerios, ni de las deliberaciones previas a las decisiones.

Además de las zonas de sombra informativa previstas por la ley (seguridad y defensa, intereses económicos o comerciales, política económica, relaciones exteriores), se excluye durante un año la transparencia de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos. El portal electrónico tampoco colma la necesidad de que los viajes de altos cargos y parlamentarios pagados por el erario estén a disposición del público. Y está a medio preparar el Consejo de la Transparencia, encargado de administrar el sistema y que, como se sabe desde la aprobación de la ley, no es un órgano independiente: está vinculado al Ministerio de Hacienda.

Pero se puede (y se debe) exigir información no publicada. Son los ciudadanos los que tienen que abrir camino al nuevo procedimiento establecido por la ley, demandando los datos que precisen. Con una normativa que hubiera permitido el acceso libre a todos los contratos firmados por las diversas Administraciones —o si estas hubieran estado obligadas a colgar en Internet las recalificaciones de terrenos—, se hubieran podido evitar o dificultar algunos de los hechos graves que han disparado la inquietud ciudadana por los abusos de dinero público a los que hemos asistido.

Por eso hay que saludar el comienzo de la aplicación de la Ley de Transparencia. Ser exigentes con ella es el mejor modo de poner fecha de caducidad al secretismo que ha actuado como partero de la corrupción.

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