El cliente que nunca tiene razón

El grito del chef James Chu contra esa tontería muy primer mundo con la que muchos se aproximan a un hecho tan simple como el comer

Alguien debería empezar a recopilar los mejores carteles escritos por dueños en bares y restaurantes, para grabarlos en algún tipo de soporte indestructible que los extraterrestres puedan encontrar al llegar a la Tierra una vez extinguida la raza humana. Venía yo de admirar mi último hallazgo en este terreno, escrito con tiza en una pizarra del maravilloso Bar Casi de Barcelona (WE SPEAK POOR ENGLISH WE COOK VERY WELL... VERY GOOD), cuando me enteré de una historia que quizá revolucione el género situándolo en una nueva dimensión.

James Chu, chef y propietario del restaurante So Chinese...

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Alguien debería empezar a recopilar los mejores carteles escritos por dueños en bares y restaurantes, para grabarlos en algún tipo de soporte indestructible que los extraterrestres puedan encontrar al llegar a la Tierra una vez extinguida la raza humana. Venía yo de admirar mi último hallazgo en este terreno, escrito con tiza en una pizarra del maravilloso Bar Casi de Barcelona (WE SPEAK POOR ENGLISH WE COOK VERY WELL... VERY GOOD), cuando me enteré de una historia que quizá revolucione el género situándolo en una nueva dimensión.

James Chu, chef y propietario del restaurante So Chinese de San Francisco, decidió cerrar hace unos días su negocio, y para explicar sus motivos pegó dos notas manuscritas en la puerta. La primera ya situaba la acción en pleno clímax dramático: “Estamos cerrados por VOSOTROS (clientes)”. La segunda explicaba los motivos de la acusación: “Sí, usamos GMS (glutamato monosódico). No creemos en la comida ecológica. Y... nos importa una mierda el gluten”.

Este caso de cartelismo pasivo-agresivo demuestra un hartazgo supino ante las exigencias de la clientela. Para entenderlo, uno debe imaginar hordas de progres quimiofóbicos y yogui-mamás jipitruscas —especies ambas nada escasas en California— dando la tabarra desayuno, comida y cena porque hay glutamato, pesticidas, transgénicos, gluten y otras modernas encarnaciones de Belcebú en su plato.

Ante la difusión que el hecho tuvo en los medios, el hostelero colgó un segundo cartel, esta vez escrito en ordenador. Aunque el mensaje era más templado, no estaba exento de cierta furia residual: “Trabajamos duro para satisfacer a todo el mundo, pero no podemos. Si eres difícil de complacer, por favor vete a otro sitio”. Traducido: plastas no, gracias.

Como era de esperar, el caso ha partido en dos a las redes sociales. Desde un bando han calificado a Chu de borde, idiota y maleducado. Desde el otro, le han colmado de parabienes por su valentía. ¿Que dónde me colocaría yo? Pues más bien en el segundo grupo. Simpatizo con este señor porque escribió lo que pocos en su profesión se atreven a decir. Porque clama contra una máxima que siempre he detestado: la de que el cliente siempre tiene razón, cuando más de una vez el cliente es un imbécil que de ninguna manera la tiene. Y porque, en última instancia, lo suyo es un grito contra esa tontería muy primer mundo con la que muchos se aproximan a un hecho tan simple como el comer.

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