Columna

El dinero y los partidos

El trapicheo permanente entre política y dinero aleja a los políticos de la ciudadanía y mancha enormemente su imagen

Un hito en la democracia española: por primera vez, un partido político, Unió Democrática de Catalunya, reconoce haberse financiado irregularmente. La aceptación del hecho delictivo ha tenido lugar en sede judicial, para conseguir un pacto que rebaje la pena a los imputados y que evite a su líder, Duran Lleida, la siempre incómoda visita al juzgado para declarar como testigo. Todos sabemos que la financiación de los partidos circula, a menudo, por territorios opacos y por espacios delictivos. Pero siempre ha pagado el tonto útil de turno, que carga sobre sus espaldas la responsabilidad por pat...

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Un hito en la democracia española: por primera vez, un partido político, Unió Democrática de Catalunya, reconoce haberse financiado irregularmente. La aceptación del hecho delictivo ha tenido lugar en sede judicial, para conseguir un pacto que rebaje la pena a los imputados y que evite a su líder, Duran Lleida, la siempre incómoda visita al juzgado para declarar como testigo. Todos sabemos que la financiación de los partidos circula, a menudo, por territorios opacos y por espacios delictivos. Pero siempre ha pagado el tonto útil de turno, que carga sobre sus espaldas la responsabilidad por patriotismo de partido, es decir, para salvar a los jefes. Curiosamente, el reconocimiento del delito por parte de Unió tiene también como objetivo salvar la imagen del mandamás de la casa; ¿lo conseguirá?

Con este arreglo se pasa la página judicial de un delito de financiación irregular que se produjo hace 20 años, pero se abre una extensa lista de cuestiones políticas. Por supuesto, la primera de ellas, la lentitud de la justicia en un caso en que se mezclan política y delito. Veinte años son demasiados para que cualquier solución pueda ser justa y son una buena coartada para eludir responsabilidades políticas.

La segunda es el acuerdo en sí. No hay duda sobre su legalidad y es cierto que estos pactos son usuales en la práctica judicial. Pero hay un factor de ejemplaridad que emana de la responsabilidad del político, y una cuestión de sensibilidad exigible a los dirigentes políticos en un momento en que la sociedad vive entre la angustia y la asfixia. Un acuerdo de este tipo es una ofensa a la ciudadanía que ve confirmadas sus sospechas sobre los privilegios de los políticos. Esta herida quedaría sanada si el reconocimiento por parte de Unió Democrática de haberse financiado incorrectamente fuera acompañado de las dimisiones pertinentes. Pura cuestión de equidad y compensación simbólica.

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La tercera cuestión es la coyuntura política del acuerdo. Duran Lleida, el líder de Unió, está en estos momentos en el centro de la batalla. Para el Gobierno español e incluso para el PSOE es la gran esperanza para frenar los proyectos soberanistas de Artur Mas. Y para amplios sectores de Convergència Democràtica de Catalunya es uno de los responsables de las desdichas electorales de la coalición. ¿Quién quiere salvar al camarada Duran? La oposición —incluido el socio parlamentario de CiU, Esquerra Republicana— ha pedido en Cataluña la dimisión del presidente de Unió. Alguna voz de Convergència ha aprovechado para cargar contra quien algunos consideran el enemigo en casa, quizá con la esperanza de quitárselo de en medio. Sorprende en cambio la prudencia del PSOE. ¿A qué debemos atribuirla? ¿A no dañar a un interlocutor imprescindible en los agitados tiempos que vienen en Cataluña o a un gesto de rechazo a la general hipocresía?

Romper la hipocresía lleva a la cuarta y principal cuestión política: afrontar seriamente la cuestión de la financiación de los partidos. Un acuerdo entre partidos bastaría para resolver el problema. Pero es conocida su resistencia a las reformas de verdad: las que redistribuyen el poder y evitan sus abusos.

Una legislación que realmente cambiara la economía de los partidos debería basarse en tres principios: austeridad, financiación primordialmente pública y fin de la promiscuidad entre política y dinero. Hay que defender la autonomía de la política. Poner coto a la política espectáculo. Dar más protagonismo a la confrontación de ideas y a la deliberación pública. Las tecnologías de la información permiten una política más barata. Los partidos han de ser más ágiles y abiertos, no pueden ser aparatos burocráticos que escupen al que no se acomoda.

Reformar la financiación de los partidos es democratizar el sistema, en un momento en que se avanza peligrosamente hacia el autoritarismo posdemocrático. Los frenos a los cambios son tres. Primero, la desconfianza entre los partidos. El poder es un botín muy grande y nadie está dispuesto a ser pillado en desventaja por el adversario, se da por supuesto que el rival, si puede, hará trampas. Segundo, la promiscuidad entre política y dinero, muy rentable para el día después de los dirigentes. Las ayudas y los favores van en las dos direcciones. Y se pagan. Tercero, el corporativismo de los partidos que genera unas inercias conservadoras, con frecuentes desconexiones con la realidad.

El trapicheo permanente entre política y dinero aleja a los políticos de la ciudadanía y mancha enormemente su imagen. ¿Tan rentable es el negocio que compensa correr estos riesgos? ¿O es que la sensación de impunidad de los gobernantes es tan grande que no hay escándalo que la quiebre?

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