Columna

‘Firmemos’

Sé de pocos casos de conversiones al Bien aunque, como comprenderán, caídas en el Mal las he contabilizado a punta pala.

Me revolqué de gozo en una charca cuando comprendí que el empeño de los denostados progres por salvar el Hospital La Princesa había conseguido poner de su lado nada menos que a doña Ana Botella. Sé de pocos casos de conversiones al Bien aunque, como comprenderán, caídas en el Mal las he contabilizado a punta pala.

Ésta, sin embargo pero con desahucio, resulta ejemplar, y merece que fantaseemos. Yo lo hago. Ello empieza en el exclusivo SPA portugués en donde la alcaldesa madrileña, con el bello rostro impregnado en ese lodo deluxe que convierte en rutilante a la mujer-m...

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Me revolqué de gozo en una charca cuando comprendí que el empeño de los denostados progres por salvar el Hospital La Princesa había conseguido poner de su lado nada menos que a doña Ana Botella. Sé de pocos casos de conversiones al Bien aunque, como comprenderán, caídas en el Mal las he contabilizado a punta pala.

Ésta, sin embargo pero con desahucio, resulta ejemplar, y merece que fantaseemos. Yo lo hago. Ello empieza en el exclusivo SPA portugués en donde la alcaldesa madrileña, con el bello rostro impregnado en ese lodo deluxe que convierte en rutilante a la mujer-mujer, dejándola inmune al fango real en que se mueve, recibe una llamada telefónica. A su lado, cubierto por y realimentándose de su propia bilis, se encuentra su amado cónyuge. “Es Alex (o quizá Sandro)”, notifica la señora de Aznar, escupiendo un grumo. “Nuestro yerno cree que la van a liar parda cuando descubran que estoy aquí después de lo del Arena”. El cónyuge masculla: “Algo se le ocurrirá a mi yerno, no te preocupes. Es de la escuela de Silvio, que sabe salir de todas”.

Pero el escándalo estalla antes de lo esperado. La canallesca prensa -poca pero chillona- se ceba en la frivolidad de la alcaldesa, y Agag no da señales de vida. Hasta que aparece: “Lo tengo”. Y se la lleva -en moto- al Hospital La Princesa, donde se recogen adhesiones para mantenerlo tal como es.

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“Firmemos”, ordena el yerno. “¿Quieres decir?”. “A la princesa le va a encantar, ya sabes cómo es de campechana. Y, en adelante, los madrileños te llamarán La Botella del Pueblo”. “Ah, entonces...”, firma ella.

Siente una contracción en la mano, como si hubiera sufrido un transplante de estrangulador según Mariló Montero. Suspira, recordando los baños de parafina del SPA.

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