Opinión

Dos docentes en el aula: no están tan locos estos romanos

Las teorías implícitas arraigadas en el ADN docente, sus marcos mentales, vuelven de nuevo a decantarse por determinadas inercias aprehendidas

Una clase del instituto Cinco Villas, de Ejea de los Caballeros (Zaragoza), en 2021.Carlos Gil-Roig

Aprender sobre el Imperio Romano y algunos mitos o realidades que lo sustentan nos conduce inevitablemente a los estudios de la catedrática de la Universidad de Cambridge Mary Beard. En su libro SPQR: Una historia de la antigua Roma (2015), por ejemplo, resalta la amplitud de formas de conservación de sus aportaciones, que nos ha llegado hasta hoy en día gracias a una labor minuciosa de monjes, eruditos y arqueólogos a lo largo de muchos siglos. De su patrimonio, resalta también la investigadora británica su carácter multicultural, abierto a multitud de formas de entender el mundo. La f...

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Aprender sobre el Imperio Romano y algunos mitos o realidades que lo sustentan nos conduce inevitablemente a los estudios de la catedrática de la Universidad de Cambridge Mary Beard. En su libro SPQR: Una historia de la antigua Roma (2015), por ejemplo, resalta la amplitud de formas de conservación de sus aportaciones, que nos ha llegado hasta hoy en día gracias a una labor minuciosa de monjes, eruditos y arqueólogos a lo largo de muchos siglos. De su patrimonio, resalta también la investigadora británica su carácter multicultural, abierto a multitud de formas de entender el mundo. La fijación de su legado en textos a través de distintas fórmulas y formatos responde a una capacidad de adaptación admirable, a la estela de una mimética habilidad de lograr una redimensión de clásicos imitados como modelos de virtud, riqueza y crecimiento.

En una forma de arte de contacto, de recreación heredada que se mecaniza después en un “quién conocía a quién” que también destaca Irene Vallejo en su ensayo sobre el mundo antiguo El infinito en un junco (2019), se produjo una gran cultura de mestizaje universalista. Con sus sombras (es conocida la envergadura de la esclavitud en esta época), pero con una trascendencia que nos llega hasta hoy en día: en nuestras relaciones, opiniones y creaciones, somos imitación, una suerte de imitatio que se extiende en ciencias y pensamiento hasta impactar en este mismo instante, también en la escuela.

No estamos tan locos si defendemos que la imitación es una impronta ligada también a la literatura, y no solo en este campo, sino en otros: investigaciones recientes han realizado hallazgos importantes sobre cómo unos mamíferos imitan a otros a partir de sus interacciones, habilidades de aprendizaje que han llegado a estudiarse incluso entre seres humanos y otros animales con los que convivimos.

Negar las históricas aportaciones de la imitación, el mestizaje, el multiculturalismo y el impacto positivo que tiene en la calidad de vida la convivencia en comunidades sería impensable para todo aquel que crea en los valores de la cohesión social. Sin embargo, cuando hablamos de la educación, seguimos muchas veces aferrados a concepciones previas categorizadoras que echan raíces en una especie de intrahistoria particular en cada uno, en sus vivencias y percepciones individuales; un arraigo intramuscular que nos impide ver nuevos paradigmas y soluciones a los problemas habituales de nuestro trabajo en las aulas.

Eso es lo que ocurre con la codocencia. Los beneficios de dos o más docentes cooperando entre sí en una clase, donde se imitan en buenas prácticas, se complementan, se coordinan y aprenden el uno del otro, han sido ampliamente estudiados. Diversos análisis de esta fórmula organizativa, entre otras, han arrojado impacto positivo en las destrezas del alumnado y en las percepciones que estos tienen de sus aportaciones, como estrategia colaborativa de aula, al aprendizaje, al trabajo en equipo y a la mejora de la convivencia. Así lo confirman, por ejemplo, estudios publicados en tesis y revistas como las analizadas por J. A. Hattie (destaca Visible Learning for Teachers: Maximizing Impact on Learning, de 2011), además de los realizados por otros investigadores como C. Day o M. Fullan a lo largo de décadas.

Lo que se apoya en un sustento teórico favorecido por los avances en las Ciencias de la Educación, en la práctica ha arrojado actuaciones de éxito relevantes en contextos como, por citar un caso, el estado australiano de Nueva Gales del Sur. Destaca, entre sus aportaciones, las de la escuela pública Parramatta West, con una cultura escolar apoyada en estrategias cooperativas exitosas de planificación e intervención de dos o más docentes a la vez con grupos de estudiantes heterogéneos, lo que favorece la inclusión, la detección precoz de dificultades y el seguimiento pormenorizado de aquellos estudiantes que presentan carencias que los ubican en un umbral de aprendizaje por debajo de la media. Pero no hace falta ir tan lejos: justo hace unos días una colega del país vecino, Portugal, me contaba cómo en su centro estaba implantado este modelo desde hace años con éxito en las clases de inglés, portugués y matemáticas. Y, así, por muchos puntos de nuestras geografías.

Algunos detractores que reaccionan ante propuestas de cambio en la cultura escolar rechazan, sin embargo, la docencia compartida. En una falsa dicotomía, tienden a ubicarse como partidarios en exclusiva de la bajada de ratios como decisión política más eficaz para mejorar el rendimiento. Ello también podría resultar beneficioso, no lo negamos, sobre todo si se incide en que descienda el número de estudiantes que atiende cada docente —especialmente en centros con mayor cantidad de alumnado vulnerable, como demuestran los estudios— y en que mejoren las formas de agrupar al alumnado, tal y como figura en informes como Education at a Glance de la OCDE, puntos claves en los que también resulta favorecedora la codocencia.

Algunos detractores que reaccionan ante propuestas de cambio en la cultura escolar rechazan, sin embargo, la docencia compartida

Es preocupante de todos modos ese rechazo casi visceral a lo novedoso, una vez más: las teorías implícitas arraigadas en el ADN docente, sus marcos mentales, vuelven de nuevo a decantarse por determinadas inercias aprehendidas, como ocurre con la fallida repetición escolar o la configuración de grupos según niveles, incrustadas en una parte de la profesión reacia a salir de lo que está bajo el paraguas de un sesgo del superviviente atado a una organización de aula tradicional. Así, se ignoran las aportaciones beneficiosas de las interacciones de adultos dentro de una clase junto a los estudiantes, en las que encontramos la configuración de grupos interactivos, encuentros dialógicos o la propia docencia compartida.

Con todo, los beneficios de la codocencia pueden darse de forma simultánea a los de la legítima reivindicación centrada en que cada profesional de la enseñanza atienda a menos estudiantes, con el fin de ahondar en una educación más personalizada y en los avances en evaluación formativa. Además, no olvidemos que la aportación conjunta de varios maestros o profesores en un aula es también una forma de desarrollo profesional que se centra en el intercambio de experiencias, en relación estrecha con el bagaje que va acumulando cada trabajador cuando comparte o intercambia prácticas.

En definitiva, la profesión docente, en continuo reciclaje, está obligada a tender puentes hacia la capacidad de ampliar miras sobre cómo trabajar dentro de un aula, en la búsqueda de la creación de nuevas estrategias cooperativas, observación, trabajo a pares y esa necesaria mímesis de la que hablaba al inicio: una imitación de la que no nos podemos desprender porque no estaban tan locos esos romanos cuando pensaban que, en nuestros encuentros, nuestro mestizaje, nuestras diferencias y nuestras semejanzas hay una forma de aprendizaje ancestral de la que todos podemos salir beneficiados.

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