Columna

¿De qué hablamos al hablar de educación más inclusiva?

Vengo a llamar a la rebeldía contra las condiciones, sean sociales o educativas, que nos hacen pensar y actuar “como siempre”. Vengo a invitarlos a pensar y tratar de construir colaborativamente una escuela extraordinaria

Los alumnos del colegio Germán Fernández Ramos de Oviedo el 22 de septiembre.ALBERTO MORANTE (EFE)

Cuando muchos hablamos de la necesidad de avanzar hacia una educación cada vez más inclusiva, al igual que lo hacen organizaciones internacionales, como la Unesco, una de las cuestiones que se está queriendo resaltar es que la inmensa mayoría de los sistemas educativos que conocemos, incluido el nuestro, no tiene aún esa cualidad que el adjetivo inclusiva se empeña en añadirle de un tiempo a esta parte.

Me refiero a la cualidad que nos conecta con una de las ambiciones más importantes, humanas, hermosas (y difíciles) de cuantas cabe imaginar en estos momentos; tener un sistema educativ...

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Cuando muchos hablamos de la necesidad de avanzar hacia una educación cada vez más inclusiva, al igual que lo hacen organizaciones internacionales, como la Unesco, una de las cuestiones que se está queriendo resaltar es que la inmensa mayoría de los sistemas educativos que conocemos, incluido el nuestro, no tiene aún esa cualidad que el adjetivo inclusiva se empeña en añadirle de un tiempo a esta parte.

Me refiero a la cualidad que nos conecta con una de las ambiciones más importantes, humanas, hermosas (y difíciles) de cuantas cabe imaginar en estos momentos; tener un sistema educativo que hiciera posible que todas las niñas y niños, adolescentes y jóvenes en edad escolar, sin exclusiones ni eufemismos respecto a ese “todas y todos”, participaran en experiencias educativas de calidad que, apoyadas en su singularidad como personas con igual dignidad y derechos, les propiciaran oportunidades valiosas de estar juntos —–no separados en colegios, aulas, o grupos diferentes, diferenciados o especiales—; reconocerse y valorarse en y por su diversidad de necesidades educativas —en ese crisol de la ciudadanía democrática que es la escuela común— y, al mismo tiempo, poder aprender sin los límites impuestos por pobres expectativas, prejuicios o condiciones sociales, familiares o escolares de inequidad. Es, en definitiva, hacer universal, lo que cualquier madre o padre desea para sus propios hijos o hijas en edad escolar; una educación de calidad.

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No se preocupen, ya lo estoy oyendo; ¡esto es una utopía! ¡un sueño irrealizable! ¡cuando esté conseguido me avisan que me apunto! ¿Y si en lugar de ponernos la venda antes de la herida, de vociferarnos en seudodebates, nos pusiéramos la mayoría a trabajar para conseguirlo, sea como ciudadanos, sea como educadores? ¿Acaso esta es una empresa más difícil o llevará más tiempo que la que nos está conduciendo hacia la exploración de Marte, que ciframos para 2031? ¿Acaso no lo tuvo difícil Patricia Ortega, hoy primera general de nuestras Fuerzas Armadas, cuando hace 32 años ingresó en la Academia General del Ejército? No busco hacer comparaciones fáciles: vengo a llamar a la rebeldía contra las condiciones, sean sociales o educativas, que nos hacen pensar y actuar “como siempre”. Vengo a invitarlos a pensar y tratar de construir colaborativamente una escuela extraordinaria, como la llama el profesor Roger Slee, superadora de viejos moldes (escuela normal-escuela especial), para que sus hijas o hijos, y los que tras ellos vendrán, se sientan, no solo orgullosos del legado de sus progenitores, sino agradecidos por haberles dado lo mejor: una educación basada en el respeto a los derechos humanos, condición básica para el desarrollo pleno de su personalidad que es, por cierto, el objetivo número uno de todas las leyes educativas.

Gerardo Echeita es profesor de Psicología Evolutiva y de la Educación en la Universidad Autónoma de Madrid.

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