Mentiras verdes para ganar dinero: así funciona la tela de araña del ecopostureo para atrapar a los consumidores

La lucha contra el cambio climático se ha convertido en un gran negocio. A pesar de la creciente regulación, numerosos ciudadanos están indefensos ante los bulos sostenibles para vender más productos

Patossa

Es tan sencillo como coger un champú, un cartón de leche o unos calcetines. Estamos rodeados de productos “sostenibles”, “neutros en emisiones”, “respetuosos con el medio ambiente”, “circulares”, “conscientes”, “verdes”, “bio” o, —quizá en el colmo del cinismo— “beneficiosos para el planeta”. La narrativa empresarial es un campo abonado con hipocresía, y para combatirla también nacen palabras nuevas. Greenwashing, lavado de imagen verde, ecoimpostura, postureo ambiental, ecoblanqueo. Son términos utilizados para señalar una estrategia de mercado que sostiene ...

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Es tan sencillo como coger un champú, un cartón de leche o unos calcetines. Estamos rodeados de productos “sostenibles”, “neutros en emisiones”, “respetuosos con el medio ambiente”, “circulares”, “conscientes”, “verdes”, “bio” o, —quizá en el colmo del cinismo— “beneficiosos para el planeta”. La narrativa empresarial es un campo abonado con hipocresía, y para combatirla también nacen palabras nuevas. Greenwashing, lavado de imagen verde, ecoimpostura, postureo ambiental, ecoblanqueo. Son términos utilizados para señalar una estrategia de mercado que sostiene negocios que quizá tengan poco futuro.

British Petroleum fue la primera empresa que popularizó, a principios de la década pasada, la famosa huella de carbono trasladando a los consumidores la responsabilidad de contaminar cuando su propia actividad es una fuente inagotable de emisiones. Se han sucedido los estudios que denuncian ejemplos parecidos. El año pasado, la fundación holandesa Charngin Markets publicó una amplia investigación sobre las etiquetas de cientos de productos alimentarios en Europa y encontró que grandes empresas cárnicas y de distribución se presentaban como “neutras en emisiones” a base de poner dinero para comprar créditos de carbono y así compensar su intensa contaminación. Una de ellas, la mayor cárnica del mundo (JBS), ha sido demandada hace unos días en Estados Unidos por engañar a sus clientes respecto a sus compromisos climáticos.

El pasado noviembre, BEUC, que agrupa a 45 organizaciones de consumidores de 31 países, trasladó a la UE una denuncia por supuestas afirmaciones engañosas sobre la reciclabilidad de las botellas de agua de Coca-Cola, Danone y Nestlé. En 2020, la Comisión Europea analizó 150 alegaciones ambientales incluidas en miles de productos y constató que un porcentaje considerable de ellas (53,3 %) proporcionaba información vaga, engañosa o infundada sobre las características de los artículos. Y así cientos de ejemplos, desde los más naïf hasta las estrategias de largo alcance, tanto privadas como públicas (¿qué es, si no, que el Parlamento comunitario haya definido la energía nuclear y el gas como “verdes”?).

“Lo más preocupante de todo es que el greenwashing funciona, y en algunos casos con resultados aterradores”, reflexiona Paula Baldó, consultora de sostenibilidad y una de las autoras del libro Alerta Greenwashing (Pol.len Ediciones). El coordinador del volumen, el ambientólogo Jaume Enciso, reclama fórmulas y criterios objetivos para enfrentar el problema. Porque el consumidor, cree, “lo ve todo mezclado, ya no sabe qué es paja y qué es trigo”. En medio, dice, está un gigantesco entramado de agentes que han participado para crear esa bola de mensajes confusos y de “retardismo climático”: la moda de señalar objetivos a muy largo plazo. Las empresas saben que si prometen la luna nadie se acordará cuando no la hayan alcanzado, porque la memoria es frágil. Y si no, que se lo pregunten a Volkswagen, que tardó solo doce meses en conseguir ingresos y beneficios récord tras el fraude sistémico bautizado como dieselgate.

“Las estrategias climáticas de la mayoría de las empresas plantean compromisos ambiguos, planes de compensación de emisiones sin credibilidad, difíciles o imposibles de verificar, y programas que no contemplan todas las emisiones que genera una compañía”, prosigue Enciso. El Observatorio de Responsabilidad Social Corportativa, una plataforma de la sociedad civil, publicó el pasado 10 de abril La información sobre sostenibilidad en las empresas del IBEX 35, que evalúa la calidad de la información sobre aspectos de RSC, sostenibilidad y buen gobierno corporativo que emana de las memorias públicas de las empresas del índice bursátil. Endesa, Iberdrola, Enagás, Colonial, Indra y Acciona sacan la mejor foto; IAG, ArcelorMittal, Banco Sabadell, Unicaja, Solaria y Logista, la peor.

La gran mayoría se muestran comprometidas con la eficiencia energética, el cambio climático o el uso eficiente de materias primas o agua. Sin embargo, los autores del informe denuncian año tras año que es todo fachada. “La aparición de estos compromisos […] en la gran mayoría de los casos no lleva asociado un plan de acción con objetivos tangibles”. Orencio Vázquez, el director del documento, argumenta que la normativa debería ser mucho más precisa para que la información sea homogénea y comparable entre empresas, y señala que hay dos elementos imprescindibles: la verificación de los datos por parte de un tercero imparcial y la supervisión posterior, en este caso por parte de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV).

Miembros del grupo ambientalista Extinction Rebellion protestan en Londres en una imagen tomada en abril de 2023. Mike Kemp (Getty Images)

Donde empezó todo

La UE es el líder mundial en regulación de lo que se conoce como “finanzas sostenibles”, un plan lanzado en 2018 cuyo elemento clave es la taxonomía verde, una clasificación basada en aspectos científicos que dice qué actividades económicas y bajo qué criterios pueden considerarse sostenibles. Bruselas quiere canalizar miles de millones de euros hacia una economía baja en emisiones. Pero los árboles pueden estar tapando el bosque. Las iniciativas legislativas son tantas y tan variadas que en el sector se habla de un tsunami regulatorio que está confundiendo y exasperando a las empresas.

Ana Sainz, directora de la fundación Seres, echa mano de un informe de EY para hacer las cuentas: “En las últimas décadas han aumentado tanto las iniciativas legislativas blandas (soft law) que han pasado de 13 a 226 en 2022 en Europa, como las más duras y amplias, (de 14 en 2012 a 165 en 2022)”. Tienen nombres imposibles. Está la NFRD, una directiva que establece requisitos para la divulgación de la información no financiera en grandes empresas en la UE, que fue sustituida por la CSRD y que afectará desde este año a 50.000 empresas del continente. También se ha aprobado el SFDR, un reglamento que establece requisitos de divulgación sobre productos en el mercado financiero, o la directiva Green Claims de empoderamiento de los consumidores, que recibió el visto bueno hace dos meses con la condición de que los Estados miembros la adopten, como muy tarde, en marzo de 2026. Esta última, también conocida como Ley anti greenwashing, se encamina a proteger a los ciudadanos de las trampas que las empresas utilizan para impulsar un consumo disparatado: se introducirán normas contra la obsolescencia temprana de los aparatos o los distintivos de sostenibilidad poco transparentes. España quiere adelantarse con su propia Ley de Consumo Sostenible que prohibirá alusiones vagas como, por ejemplo, decir sin base científica que un rizador de pelo es “respetuoso con el planeta”.

El gran salto

Con las elecciones a la vista, el Parlamento Europeo aprobó el miércoles pasado una importante norma que pasó casi desapercibida: la directiva de Diligencia Debida (también conocida como CSDDD). Según la Red Española del Pacto Mundial de la ONU, “marca un antes y después en la regulación de las prácticas empresariales de la Unión Europea” ya que obligará a informar de los daños reales o potenciales sobre derechos humanos y medio ambiente y, lo más importante, prevé multas de hasta el 5% de la facturación para las incumplidoras. En 2027 se aplicará a corporaciones con 1.500 millones en ventas o más y 5.000 trabajadores, y progresivamente se irá extendiendo hasta llegar, en 2029, a sociedades que facturen más de 300 millones con mil empleados.

Para la especialista en verificación ambiental Verónica Sanz, las normas están teniendo un efecto dinamizador que no solo se quedará en las grandes corporaciones: aguas abajo, la cadena de proveedores se verá afectada, antes o después. Incluso empresas de fuera de la UE tendrán que proporcionar datos a sus compradores en el mercado europeo.

Probablemente esa mayor presión es la que ha hecho frotarse las manos a la tríada de asesores estratégicos (Boston Consulting Group, McKinsey y Bain) y a las cuatro grandes marcas de la consultoría (Deloitte, EY, KPMG y PwC) así como al gigante Accenture. En 2021, McKinsey compró tres consultoras de sostenibilidad y un año después, Accenture se hizo con cinco, según The Economist. Todas sin excepción han hecho crecer su oferta de servicios en este campo, especialmente ahora, cuando los fondos europeos condicionan el dinero a proyectos hacia las inversiones sostenibles. También se han agrandado, en paralelo, los organismos que controlan o asesoran esta lluvia fina de normas bautizados con la misma jerga extraña: está el EFRAG, que es un grupo asesor de la Comisión sobre informes financieros; la SASB, organización que desarrolla normas de contabilidad verde, o el TCFD, un grupo de trabajo de divulgación financiera de información sobre cambio climático.

En España el lavado verde ha sido denunciado con intensidad por organizaciones ambientales, con Ecologistas en Acción o Greenpeace a la cabeza. Ecoembes ha estado en el punto de mira de muchas campañas, pero la reciente denuncia de Iberdrola contra Repsol por publicidad engañosa ha acaparado todas las miradas. “Lo que sorprende es que no se hayan dado casos similares con anterioridad”, reflexiona un miembro de una gran consultora. María García, presidenta de la Asociación de Periodistas de Información Ambiental, contextualiza que en casos así los particulares tienen las manos atadas, ya que ese tipo de demandas solo se pueden dar entre empresas. Admite además que su trabajo se ha vuelto muy complicado: “Los periodistas, con las herramientas disponibles, no tenemos forma de contrastar, por ejemplo, si el dato de emisiones que da una empresa es cierto o no. Te tienes que fiar de la fuente. No hay un organismo que verifique que tal leche o tal producto cárnico es así o asá, y la gente cada vez está más preocupada, empieza a darse un consumo basado en criterios ambientales”. Lo mismo percibe Jesús Fernández desde la empresa de publicidad Kellenföl Advertising. “Lo que quieren comunicar las empresas dista mucho de la realidad. Algunas se implican sinceramente, con hechos demostrables, pero otras empresas se limitan a ser cuidadosas para que los mensajes no las comprometan”.

En el caso de la eléctrica contra la petrolera, la primera afea el anuncio en el que Repsol saque pecho de sus combustibles 100% renovables aunque solo supongan una pequeña parte de su oferta de carburantes. Miguel Ángel Soto, portavoz de Greempeace, traslada que se trata de un lavado verde de libro. “Para el mundo de la publicidad el territorio creativo tiene que ser libre. Pero tú tienes que informar de un producto o servicio de manera objetiva. Y no puedes confundir la parte con el todo. Esa desinformación intencionada tiene un efecto perverso, erosiona la confianza de la ciudadanía, hace que quien más se esfuerza en marketing se lleve la gran parte de la tostada”. Soto pide reguladores valientes y exigentes. Y señala lo chocante que ha sido que el Advertising Standards Authority, el regulador de la publicidad del Reino Unido, haya vetado en varias ocasiones los anuncios de la empresa española mientras Autocontrol, el organismo nacional, desestimaba a mediados de este mes la denuncia de la eléctrica.

Más allá de los productos de consumo hay otro gran mercado con miles de millones en juego: la inversión. MSCI, el operador estadounidense de referencia en índices bursátiles, ofrece casi 4.000 productos sostenibles con el apellido ESG (criterios ambientales, sociales y de gobernanza) a la medida de los clientes: hay para elegir, desde los que excluyen empresas de armas o tabaco a los que respetan los valores católicos o musulmanes. El año pasado, y ante las presiones por ecoblanqueo, la empresa tuvo que recortar la calificación de muchos de sus productos y admitió que debería ser “más rigurosa y ambiciosa” en sus análisis. La regulación SFDR ha introducido clasificaciones de activos (contenidas en sus artículos 6, 8 y 9) “pero muchos inversores y participantes en el mercado han empezado a utilizarlas como etiquetas de marketing, algo que la Autoridad Europea de Valores y Mercados (ESMA) está intentando revisar”, señala una nota de UBS AM. La propia CNMV ha introducido la lucha contra el lavado verde como una de sus cinco líneas estratégicas para fortalecer la protección, especialmente de los minoristas.

Productos frescos en el lineal de un supermercado. Jeff Greenberg (UCG/ Getty Images)

Pero para el neófito, elegir entre la oferta de la industria de gestión de activos puede ser tan complicado como averiguar el sexo de un pollo recién nacido. Leonardo Fernández, director de la gestora Schroders para Iberia, recuerda que hace más de 20 años empezaron a trabajar con criterios ESG. “Para nosotros esto significa entender qué riesgo pueden tener las compañías y cómo afectará a su futuro”. Se defienden del ecolavado aplicando sus propias métricas y formando parte de organizaciones que verifican que los procesos de sostenibilidad se cumplen, pero no se fían tanto de índices de terceros. “Dependiendo del proveedor nos dimos cuenta de que podíamos obtener unos resultados u otros. Por ejemplo, si analizas la correlación entre el rating y la capitalización de una empresa obtienes que las grandes tienen mejor nota que las pequeñas, pero eso no quiere decir que las segundas lo hagan peor”. ¿Va ligada la sostenibilidad a la rentabilidad? “Para nosotros sí debería estar ligada a largo plazo. Si una compañía tiene un problema medioambiental estará viendo cómo suben los derechos de CO2 y eso al final reducirá su margen”. Belén Ríos, de J Safra Sarasin SAM, la gestora del quinto banco suizo, tienen bajo su radar a 9.500 compañías y también admite que la clave de sus informes está en tener buenos datos propios que han conseguido a lo largo del tiempo. “A largo plazo, sin duda, el rendimiento de las empresas es mayor”, asegura.

Comunicación de datos

En cualquier caso, el reporting, la comunicación de los datos, parece que seguirá plagada de problemas mientras las corporaciones se empeñen en inundar sus memorias con información intrascendente. “Toda la industria se ha volcado en reportar sin pensar qué reporte es relevante. En todo caso, creo que ha habido un freno en la carrera por decir “soy la empresa más sostenible”, valora Ana Guzmán, directora de inversión de la agencia de valores Portocolom AV.

Wafa Khlif, profesora y directora del grupo de investigación en contabilidad de TBS Education, es más pesimista. “El reporting dice cosas que no están alineadas con los números. Imagínese que soy una empresa que ha destruido un pueblo entero y luego he puesto dinero para construir una escuela. Todo el mundo podrá ver que ha muerto gente, pero yo solo hablaré en mi reporting de lo buena que es esa escuela. Cuando obliguemos a la empresa a integrar en su sistema contable todas esas acciones su resultado será peor, y los accionistas se enfadarán, presionarán a los directivos para que tomen decisiones a más corto plazo u omitan información. No digo que contar cosas sea malo, pero las empresas tienen departamentos de comunicación y pagan a un montón de consultores para crear la ilusión de la transparencia y calmar a la opinión pública”. Quizá, como piensa Khlif, solo haya una solución radical: cambiar el sistema de contabilidad de arriba abajo. “De otro modo, no quiero vivir en este neocapitalismo, en un mundo donde las élites han creado la ilusión del Full transparency para calmar a la opinión pública”. El mercado de las palabras verdes sigue sonando a hueco.

Guía para evitar engaños

  1. Piense en si necesita lo que está a punto de comprar o consumir. El blanqueo verde es un truco que genera en las personas la percepción de que algo es bueno para el medio ambiente mientras seguimos contaminando. “El poder nos desvía la atención. Mediante la creación de relatos y su difusión a través de miles de canales, las campañas de publicidad y técnicas de marketing nos tranquilizan: podemos seguir igual, pero salvando al planeta”, escribe la comunicadora Cristina Ribas en el libro Alerta Greenwashing. ¿Responden nuestras compras a necesidades reales?
  2. Dedique tiempo a discriminar los mensajes. La consultora Ana Villagordo recomienda dedicar tiempo a entender la diferrencia entre algo reciclado, reciclable, biodegradable, compostable, de comercio justo, etcétera.
  3. Diferencie etiquetas. No es lo mismo una certificación auditada por un tercero independiente que una autocertificación.
  4. Busque consejo. El Gobierno acaba de publicar una guia de información para erradicar el ecolavado. Las organizaciones ecologistas también tienen abundante información al respecto. 

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