La crisis económica de hoy y la mirada de largo plazo
Esperar a la catástrofe para revivir una visión compartida del porvenir podría implicar un costo que la humanidad ya no pueda asumir
Primero, lo que pareciera evidente: la tormenta que se asoma en el horizonte. La economía se encamina, con pasmosa sincronía a lo largo de la geografía global, a un escenario de débil crecimiento acompañado por niveles de inflación no vistos en décadas. A los que se supusieron efectos transitorios sobre la oferta producidos por una pandemia que no termina por ceder, se han sumado los desatados por la invas...
Primero, lo que pareciera evidente: la tormenta que se asoma en el horizonte. La economía se encamina, con pasmosa sincronía a lo largo de la geografía global, a un escenario de débil crecimiento acompañado por niveles de inflación no vistos en décadas. A los que se supusieron efectos transitorios sobre la oferta producidos por una pandemia que no termina por ceder, se han sumado los desatados por la invasión rusa a Ucrania que han tensionado las cadenas de suministros y presionado al alza el precio de las materias primas y los energéticos. Además, la inminente tormenta se enfrenta con pocos instrumentos disponibles. Ante una política fiscal desgastada por los apoyos durante la pandemia, la mejor herramienta a mano —si no la única— es la política monetaria; un instrumento poderoso, pero de difícil calibración y cuya efectividad, por desgracia, usualmente requiere actuar más bien por exceso que por defecto. El riesgo de no hacerlo así es crear una situación en la que los tipos de interés resulten insuficientes para controlar el aumento de los precios, pero lo bastante altos como para crear una recesión. No es un mal augurio, sino solo lo que la historia nos enseña. Así que la pregunta en este momento no es si la economía y la sociedad sufrirán para superar esta nueva crisis, sino cuánto lo harán.
Los riesgos están allí. Algunos latentes, como la recirculación de la covid-19, la largamente anunciada crisis soberano-financiera en China o los efectos del cambio climático que permean de forma cotidiana en la economía. Y otros patentes y con capacidad para profundizarse en el corto plazo, como la deuda global acechada por la normalización monetaria, la titubeante gobernanza en medio de la crisis geopolítica o un potencial error de política económica que hunda a la economía del mundo en una profunda recesión. Los escenarios cuantitativos —que van desde una estanflación en los mercados desarrollados con un crecimiento asimétrico en los emergentes hasta una recesión generalizada— colocarían a la dinámica de la economía mundial en torno al 3% en 2022 y al 2,7% en 2023; o bien, de materializarse las circunstancias más perniciosas, en un crecimiento en el terreno negativo.
Sin embargo, detrás del difícil entorno que impone la coyuntura, hay una realidad más compleja; una circunstancia más estructural y de largo plazo sobre la que la emergencia impide reflexionar con la profundidad que sería deseable. La cuestión es que, una vez más, nos hallamos a las puertas de una crisis económica con impactos potenciales para todo el orbe. En un bien conocido juego de recurrencia, el freno al crecimiento podría conducir a una nueva contención del ingreso en las naciones desarrolladas y a otra década perdida en el mundo emergente; el tantas veces enfrentado ejercicio de postergación de un objetivo de bienestar y progreso respecto del que parecía nos hallábamos más cerca. Pero ese es solo uno de los ángulos de la cuestión. Más allá de sus parámetros cuantitativos, la reiteración de las crisis económicas profundiza la desigualdad; lo hace internamente en los países y lo hace también en la sociedad global. Baste recordar que, hasta antes de la pandemia, el 1% de la población de mayores rentas acaparaba casi una quinta parte de la nueva riqueza generada en el mundo, mientras que el 50% de la población de rentas más bajas recibía apenas el 8% de esta. Se trata de algo más que de un mero enunciado estadístico. Detrás de los números, la desigualdad crea frustración en la sociedad y gesta, en el ámbito económico, poderosas limitantes estructurales para un crecimiento sostenido y, en el ámbito social y político, el terreno fértil para la emergencia de populismos que ofrecen soluciones simples, pero falsas, a esos problemas. En suma, los fundamentos para retroalimentar las crisis del porvenir.
Con la mirada puesta en el futuro, no deja de ser inquietante la forma persistente en que se deterioran las bases para la prosperidad, y lo poco que a ello se opone un pensamiento menos local y coyuntural, y más global y de largo plazo. Cierto es que la inminencia de una crisis hace difícil atisbar lo que hay detrás de las nubes de tormenta, pero es indispensable hacerlo si se quiere mantener el rumbo. Por eso, suele ocurrir que solo después de los grandes momentos de crisis de la humanidad es cuando emerge esa visión que busca crear las bases de una sociedad y una economía más estables, en las que la prosperidad sea una realidad compartida que evite repetir las tragedias de las que se huye. En esos momentos límite, la sociedad es como el constructor que refuerza los cimientos luego del terremoto que ha estado a punto de destruirlo todo. Acaso la última vez que privó ese espíritu que intentaba escudriñar hacia el futuro haya sido la segunda posguerra cuando, a la creación de las Naciones Unidas sobre la base de la Sociedad de las Naciones, se sumó la construcción de las instituciones económicas de Bretton Woods; el último gran esfuerzo por conformar un entramado institucional que diera mayor armonía y equidad a las relaciones sociales y económicas del mundo.
No obstante, y a pesar de que desde entonces se ha vuelto cada vez más claro que los problemas que enfrentamos han dejado de tener una dimensión puramente local para adquirir una extensión global, aquel pensamiento ha ido envejeciendo de la mano de las instituciones que entonces se concibieron. Hoy, lo mismo la pandemia, el cambio climático o las migraciones producidas por la guerra y la pobreza, que las consecuencias de gobernanzas débiles o el funcionamiento globalizado de las cadenas de valor y del sistema financiero, hacen todavía más evidente que los grandes problemas que pueden descarrilar el futuro tienen una naturaleza que nos involucra a todos y que, sin embargo, nos empeñamos en contener con las desgastadas armas del pasado. Esperar a la catástrofe para revivir una visión compartida del porvenir podría implicar un costo que la humanidad ya no pueda asumir. Así que quizás sea la hora de volver al pensamiento que nace de mirar no solo las tormentas que enfrentamos, sino de intuir también lo que se halla detrás de ellas. Tal vez la humanidad, a diferencia de Sísifo, no sea capaz de soportar la condena perpetua de empujar la enorme piedra cuesta arriba para que esta, antes de alcanzar la cima, ruede nuevamente cuesta abajo; una y otra vez.
Manuel Aguilera es director general de Mapfre Economics.