Los discretos encantos de la democracia liberal

Para ganar a las tiranías hay que buscar alianzas, ofrecer incentivos y descartar la imposición de nuestro modelo

Maravillas Delgado

La invasión de Ucrania por Rusia ha sido percibida por el mundo como una lucha entre la democracia y la tiranía. Una ruptura del orden mundial basado en reglas y en el respeto de la soberanía de los Estados que ha prevalecido las últimas siete décadas y que nos ha proporcionado el mayor aumento de prosperidad global en la...

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La invasión de Ucrania por Rusia ha sido percibida por el mundo como una lucha entre la democracia y la tiranía. Una ruptura del orden mundial basado en reglas y en el respeto de la soberanía de los Estados que ha prevalecido las últimas siete décadas y que nos ha proporcionado el mayor aumento de prosperidad global en la historia de la humanidad. El pasado jamás fue pacífico, simplemente lo hemos olvidado. También hemos olvidado que no fue democrático. Según Our World in Data, solo hay seis países en el mundo con democracias liberales que hayan cumplido noventa años. En los restantes 173 países, la autocracia continúa o es un recuerdo a veces muy cercano.

Las sanciones adoptadas contra Vladímir Putin y la imagen de Volodímir Zelensky dirigiéndose a la ONU, al parlamento europeo y a los congresos nacionales son los mejores testimonios de que esta vez las democracias han entendido lo que está en juego. También del valor de la democracia liberal. Como señala Martin Sandbu, las sanciones ponen negro sobre blanco los costes de ser excluido de la prosperidad que crea un orden económico basado en el imperio de la ley. La transparencia, la libertad de opinión y la independencia también ayudan a que la sociedad comprenda que defender nuestros valores y principios no es gratis: la guerra de Putin inevitablemente va a tener consecuencias negativas sobre nuestro bienestar inmediato. Algunas se podrán amortiguar, pero no todas, ni para todos, ni durante todo el tiempo. Y ello, tendrá consecuencias sobre el funcionamiento de nuestro sistema de convivencia.

A la reconstrucción del orden internacional que esta guerra ha acabado por quebrar, le tendremos que añadir el esfuerzo de hacer frente a los ataques que sigilosamente y desde dentro promueven los autócratas domésticos. Moisés Naim en La revancha del poder, su libro más reciente, describe cómo el populismo, la polarización y la posverdad están socavando los fundamentos de nuestras libertades, nuestras instituciones y el equilibrio de poderes.

En 1920, Keynes observaba en sus Consecuencias económicas de la paz que una de las características de su generación había sido habituarse al mundo que los rodeaba, sin apercibirse de lo infrecuente, inestable, complejo, poco confiable y temporal que habían sido los 50 años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Hoy, estamos aprendiendo que el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial exhibía los mismos atributos y que pese a ello tendimos a considerarlo como natural y permanente. Quizás por ello, cerramos los ojos a los retrocesos que desde 2007 han ido registrando la calidad de nuestras democracias.

El futuro requiere recuperar la memoria, abandonar la arrogancia e invertir esfuerzos e inteligencia para la recuperación de una democracia eficiente para el siglo XXI. Los retos son grandes. El primero, es que lo que llamábamos sin rubor “países desarrollados” no pueden reconstruir en solitario el nuevo orden internacional. Simplemente somos demasiado pocos y con un peso económico decreciente. Para ganar a las tiranías hay que buscar alianzas, ofrecer incentivos y descartar la imposición de nuestro modelo a todos los demás.

El otro es aún más importante. La ampliación de la democracia históricamente ha dependido de su capacidad para generar optimismo económico, algo que hoy brilla por su ausencia. Crecemos poco, lo hacemos con increíble desigualdad y precarizando —o directamente expulsando del mercado de trabajo— a los millones de personas que no tienen las habilidades requeridas. Ya hemos estado allí. Fue en los años 20 del siglo pasado y todos sabemos lo que pasó. Sobre todo, cuando las expectativas frustradas de progreso se combinan con el miedo. No solo el miedo a la guerra o a la siguiente pandemia, sino a los riesgos cotidianos. El rasgo más inequívoco de la actual sociedad occidental es su aversión al riesgo y su disposición a solicitar protección del Estado. No es irracional, pero tiene una fatal consecuencia: cuando la solución no llega no es porque sea imposible o no financiable, sino por incompetencia del sistema. Gasolina para la antipolítica, el que se vayan todos… y vengan los autócratas.

La solución a ambos problemas es compleja. Pero existe. Se llama crecimiento, es decir inversión, incentivos y reglas que vuelvan a liberar el optimismo y la confianza en que el nuestro, pese a sus defectos, es el mejor sistema. Y lo es, no porque elimine nuestras diferencias de valores e intereses, sino porque las discrepancias se superan por la aceptación de la legitimidad del proceso de decisión que hace que las políticas sean posibles. La forma sobre la sustancia. El optimismo frente al fatalismo. El futuro frente al apocalipsis. En definitiva, la razón frente a la fuerza bruta.


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