¿Quién liderará la economía mundial?

Una opción deseable es reformatear la globalización, que ha sabido multiplicar la riqueza pero ha disparado las desigualdades

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el presidente de EE UU, Joe Biden, en junio de 2021 en Bruselas.OLIVIER HOSLET (EFE)

La Gran Recesión, el unilateralismo de Trump y ahora la guerra de Putin, dejan maltrechos los goznes de la economía mundial. Al compás de la invasión el daño se ahonda. Muchos hablan de “desglobalización”. O sea, de un cóctel de proteccionismo salvaje, relocalización de empresas deslocalizadas, autarquías regionales, fragmentación de los mercados, ruptura de las cade...

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La Gran Recesión, el unilateralismo de Trump y ahora la guerra de Putin, dejan maltrechos los goznes de la economía mundial. Al compás de la invasión el daño se ahonda. Muchos hablan de “desglobalización”. O sea, de un cóctel de proteccionismo salvaje, relocalización de empresas deslocalizadas, autarquías regionales, fragmentación de los mercados, ruptura de las cadenas de valor y de suministros, desplome o decrepitud de los organismos multilaterales, como la OMC, la OMS o el G-20.

Una variante de ese nuevo aldeanismo sería la semiglobalización, o coexistencia de dos bloques estancos, el de las democracias occidentales y el de las autocracias de matriz china, bastante globalizados al interior de cada uno, pero impermeables al resto, y con un amplio número de países bailando su desconcierto en los márgenes.

Esa es una alternativa posible a la globalización asimétrica acelerada desde los años ochenta, “focalizada en la libertad de los flujos comerciales, de capitales, personas y servicios digitales más que en la provisión de bienes públicos realmente globales como la salud, el cambio climático o el derecho a migrar”, como subrayó el presidente del Comité Económico y Social, Antón Costas, en el congreso sobre Gobernanza económica, regulación y administración de justicia que concluyó este viernes y cuyas conclusiones se localizan en la web de la CNMC.

Otra opción, mucho más deseable pero difícil, es reformatear la globalización, que ha sabido multiplicar la riqueza (y laminar la extrema pobreza) pero ha disparado las desigualdades. No es una fantasía imposible, pues “la globalización es imparable e inevitable”, constató Josep M. Colomer, catedrático en Georgetown, ya que al cabo “la soberanía nacional de facto no existe”.

Incluso en estas horas bajas, prospera el regionalismo no endogámico: la refractaria India se incorpora a acuerdos comerciales y es invitada al G-7, se plantea una asociación de libre comercio para 54 países africanos, el Reino Unido pugna por entrar en foros asiáticos. Y la Unión Europea profundiza en su integración con dimensiones inéditas (políticas de salud pública, exterior y defensa, endeudamiento común) al mismo tiempo que amplía su capacidad de atracción hacia los vecinos. Sobreviven 36 organizaciones globales y su trama institucional muestra aún cierto vigor. En algunos ámbitos, con un enorme vigor. Es el caso del deporte, subraya el profesor y abogado Tomás-Ramón Fernández: con sus reglas mundiales, sus mecanismos de reglas y sanciones, sus eventos y sus organismos de control.

Así que puede abrirse paso la salida del laberinto hacia una globalización con una gobernanza política ordenada. Que propicie nuevas regulaciones sociales, ambientales o sanitarias, diseñadas desde una impronta más democrática. E impulsadas y articuladas tanto de abajo hacia arriba como desde las élites y el poder.

El problema es quién puede liderar ese proceso de reformateo. ¿Los políticamente volátiles EEUU? ¿La geopolíticamente atribulada UE? Para Anu Bradford, profesora de Columbia y finlandesa de origen, no hay duda: “Obviamente, la UE, pero no sola”. Bradford es autora de un luminoso libro, The Brussels effect (Oxford, 2.020), cuya tesis consiste en que “la UE domina el mundo”, al punto de erigirse en la potencia normativa “hegemónica” en bastantes ámbitos, capaz de desafiar con eficacia a las superpotencias militares (o presupuestarias).

Gracias a una combinación de factores. Entre los que destacan un mercado interior de buen tamaño, una eficaz capacidad regulatoria, la voluntad política de que las regulaciones fijen estándares lo más exigentes posibles, y su “no divisibilidad”, motivada por el incentivo que supone a las grandes corporaciones un catálogo de reglas duras, pero universalmente válidas, porque tienden a imponerse a través de todos los nuevos tratados.

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