La inflación es un hachazo y a la vez, un espejismo
Salvo una reacción en manada, la subida de precios debe decaer entre primavera y verano por las manufacturas, los salarios y los servicios
Algunos precios se disparan. Cunde la alarma. La cesta de la compra se agujerea. Y los halcones monetarios reclaman aumentar los tipos de interés para reprimir la inflación. Como si eso sirviese para abaratar el gas —...
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Algunos precios se disparan. Cunde la alarma. La cesta de la compra se agujerea. Y los halcones monetarios reclaman aumentar los tipos de interés para reprimir la inflación. Como si eso sirviese para abaratar el gas —lo que más encarece la electricidad— los fletes o los alimentos, sobrepreciados por la mayor demanda (y menor oferta relativa) propia de la recuperación. O resolviese los cuellos de botella de las cadenas de suministro que la atenazan.
Los precios marcan récords en 20 años. Vistos con lupa micro, son un hachazo al poder adquisitivo. En la eurozona, suben el 4,1% (octubre). En Alemania, el 4,6%. En España, el 5,4%. Esterilizan los aumentos de salarios, pensiones, y márgenes empresariales. Pero desde el catalejo macro, la inflación es un espejismo. La percepción de algo irreal y efímero. Si para el consumidor concreto el alza de precios golpea al minuto, para la economía general no es así. Hay que ver si es tan alta. Y si es pasajera o duradera.
Y aquí entra la distinción clave: entre la inflación global (el IPC) y la inflación subyacente —la core inflation-, el núcleo duro de la inflación— tras descontarle los elementos más volátiles, energía y alimentación. Puesto que varían a síncopes, no sirven como guía de políticas (monetaria, fiscal, salarial) a medio plazo. Lo que es de fiar es la inflación subyacente, sin ambos ruidos. Y esa es menor a la global: alcanzó el 2,1% en la eurozona; el 1,4% en España. Son cifras nada alarmistas, que descartan la racionalidad de que los bancos centrales aumentasen sus tipos de interés para combatirlas: subir (como claman los conservadores, para “no llegar tarde”) o no subir tipos (como mantienen centristas e izquierda monetaria, por no precipitarse a recesiones), esa es la cuestión.
La Reserva Federal ha empezado a considerar la inflación subyacente. Y también el Banco Central Europeo (BCE) aunque el objetivo oficial del 2% se refiere a la global. “Las medidas de la inflación subyacente ofrecen diferentes perspectivas y conocimientos que pueden ser útiles para entender los desarrollos de la inflación”, subrayó Michael Ehrmann en el propio Boletín económico del BCE (Measures of understanding inflation... 4/2018). Y su revisión estratégica de este julio condicionaba el alza de tipos no solo a tres años de aumento de precios por encima del 2%, sino también a que “la evolución observada de la subyacente sea compatible” con esa cifra de la global, resumió el gobernador español, Pablo Hernández de Cos (19/9). Y es que, con exactitud en los últimos seis años, y en general en los últimos veinte, la subyacente siempre fue por debajo de la global —lo que justificaba bajos tipos, como ha demostrado Pablo Aguilar (Inflation persistence in the euroearea: the role of expectations, Boletín Económico del Banco de España, 4/2020).
Más aún. Eso sucedió en 2008 y en 2011, los dos errores Trichet, cuando Fráncfort se apresuró a subir tipos agravando la Gran Recesión y provocando su segunda sima. Hasta ahora ha pasado desapercibido el cruel (si bien cortés) análisis autocrítico del BCE sobre esos dos desastres: el primero lo despacha como un intento de salvar “el déficit de credibilidad” en el rigor de un banco central novato; el segundo lo achaca a la deformación óptica que suponía en ese momento la pujanza exportadora alemana (A tale of two decades: the ECB’s monetary policy at 20, BCE, número 2346, diciembre 2019).
Cuantía aparte, el otro ojo con que hay que mirar es la duración del súbito aumento de precios. Los bancos centrales no inventan nada augurando que el fenómeno será transitorio, temporal, efímero. Lo certifica la economía real, el mercado de Chicago, campeón en la materia de comprar para pasado mañana. Los contratos de futuros de esa capital —garantizados a un precio determinado en una fecha cierta en la que el vendedor pone a disposición el producto y el comprador se compromete a adquirirlo—, se cerraban a final del mes pasado con un descuento para julio del 21,5% sobre los precios de otoño del gas natural, de un 11,1% el petróleo y de un 35,7% las bobinas de acero (Ara, 25/10).
Negativa a subir tipos
Es decir, si no hay una reacción desbocada, en manada, la inflación debe decaer entre primavera y verano. Salvo locura general, los precios manufactureros aumentarán ahora, pero luego bajarán (la demanda no será infinita), los salarios no se multiplicarán (dado el amplio ejército de reserva de parados de larga duración) y los clientes de los servicios tampoco aumentarán sin límite. Esta es al cabo la razón profunda, aunque solo someramente explicada, de que las palomas monetarias se nieguen a subir tipos, que poco arreglarían y arriesgarían provocar otra recesión (veremos cómo les va a los países del Este que sí lo han hecho). Hasta el más serio de quienes lo habían anunciado ya, como el Banco de Inglaterra, lo aplazó el 4 de noviembre (7 consejeros a favor, 2 en contra), por dudas de si la inflación será o no persistente; y sobre si la economía soportará esos aumentos.
Los halcones apelan a los intereses de los bancos (si son perezosos, sus márgenes son más fáciles con tipos altos), o de los ahorradores (que no han sabido invertir) o al ideologismo de la política monetaria ordoliberal restrictiva como una camisa de fuerza permanente. Ahí están los opinadores, los más crueles, cuyo único argumento es tachar a Christine Lagarde de “superficial” y “ligera”. La buena de Carmen Reinhart apela a que esta vez la crisis afecta “por el lado de la oferta” \[obvio, pero no para siempre, ¿no? Ya aumentará\] (EL PAIS, 11/10) y que la expansión monetaria “ya aumentó bárbaramente tras la anterior crisis”. Y los cinco sabios alemanes —esos que no veían tabú en echar a Grecia del euro— se circunscriben a constatar que “hay riesgos al alza en las perspectivas de inflación para los próximos años”, menuda agudeza, riesgos siempre los hay.
Las palomas, sobre todo la presidenta del BCE, el economista jefe Philip Lane y el español De Cos se aferran a las proyecciones del servicio de estudios, y de los mercados. Contemplan peligros de alzas de precios de segunda ronda, aunque temen más la letalidad de la deflación, y hoy por hoy los ven lejanos. Así que el alza de tipos es “muy improbable” en 2022. Pese a todos los ruidos.