Nueva York, donde el patrón es una aplicación de móvil
El Ayuntamiento regula por ley las condiciones de trabajo de 65.000 repartidores de comida a domicilio, un sector floreciente gracias a la pandemia
La foto de un repartidor en bicicleta, pedaleando con el agua a la altura del manillar y un bolsón de comida a cuestas durante las recientes inundaciones en Nueva York, fue una de las más virales de una tormenta tropical que se cobró una quincena de vidas en la ciudad. ...
La foto de un repartidor en bicicleta, pedaleando con el agua a la altura del manillar y un bolsón de comida a cuestas durante las recientes inundaciones en Nueva York, fue una de las más virales de una tormenta tropical que se cobró una quincena de vidas en la ciudad. Tragedia al margen, la imagen sirvió para identificar a un colectivo olvidado, el más precario de todos los que conforman los trabajadores esenciales y un fenómeno paralelo —su cara b, en todos los sentidos— a la eclosión del negocio de las aplicaciones de comida a domicilio gracias a la pandemia. Si antes de la emergencia sanitaria había en la ciudad unos 15.000 deliveristas (así se llaman, en espanglish, porque la mayoría son hispanos), ahora son al menos 65.000, aunque algunas fuentes elevan su número hasta los 80.000.
Los deliveristas son el último peldaño de la escala evolutiva urbanita —la mayoría son inmigrantes, y muchos, indocumentados—, pero, gracias a un paquete de leyes aprobado a finales de septiembre por el Ayuntamiento neoyorquino, ahora cuentan con un mínimo respaldo legal frente a un mercado multimillonario, dominado por los algoritmos y carente de interlocutores, dada la imposibilidad manifiesta de negociar con una app. La iniciativa municipal, la primera en EE UU, puede sentar precedente para regular un sector en pleno desarrollo en el que la falta de protección y derechos —incluso el de ir al baño— es la norma. El respaldo político y administrativo prueba además que la creciente organización de muchos colectivos ofrece paulatinos resultados en un país tan reacio a la lucha sindical, aunque esta goce de las simpatías del presidente Biden. Y también que la demócrata Nueva York es un laboratorio de avanzadillas sociales.
Nadie diría, viendo a los repartidores sepultados bajo el peso de sus mochilas y absortos en sus móviles a la espera del maná de los encargos, que estos parias del siglo XXI han sido capaces de alzar la voz, pero “David al final acaba venciendo a Goliat, contra pronóstico”, explica Hildalyn Colón, director de Estrategia del sindicato Los Deliveristas Unidos. “La pandemia nos sacó de las sombras y nos concedió espacio público. Somos parte de un proceso productivo en el que la tecnología está conformando nuevas realidades económicas”, subraya, “y de un debate sobre el valor y la consideración del trabajo que también se está dando en Europa, un escenario nuevo que aún no se ha acabado de dibujar”.
Las disposiciones aprobadas por el consistorio son un básico ejercicio de dignidad. La primera, derecho a usar el baño de los restaurantes cuya comida reparten, con multas para los establecimientos que se nieguen; la segunda, una cantidad mínima por reparto, que será establecida en los próximos meses. También que la factura informe al cliente de cuánto dinero va al repartidor, y a este, de cuánto recibirá en propinas. Además, el deliverista podrá decidir la distancia máxima de reparto. El guatemalteco Jonathan Ramírez, cinco años sobre la bici, explica la importancia de delimitar el área: “Si tengo que recorrer 30 calles por la misma tarifa [2,5 dólares la básica] que me pagan para andar cinco, no me compensa porque voy a perder tiempo y dinero”.
Todo empezó poco antes de la pandemia, cuando el Instituto del Trabajador de la Universidad de Cornell se embarcó en una investigación sobre las condiciones laborales en la llamada gig economy. “El debate sobre su categoría laboral (si son autónomos o no, qué tipo de relación mantienen con sus empleadores, si estos lo son realmente o más bien intermediarios) estaba ya candente. Contactamos con el sindicato Los Deliveristas y gracias a los fondos que recibimos, como universidad pública, del Estado de Nueva York, publicamos un informe, que fue el punto de partida de la ley”, explica Patricia Campos-Medina, directora del proyecto. “Antes de la pandemia eran entre 10.000 y 15.000, pero la emergencia dejó a muchos trabajadores precarios sin empleo y no vieron más opción que agarrar la bici. Hoy son unos 65.000 sólo en la ciudad”.
Sin margen para negociar –”son las apps y los restaurantes los que marcan las reglas del juego”-, con ingresos inferiores a 10 dólares la hora tras descontar los gastos (bicicleta, recambios y averías; tarifa de móvil y el coste de las mochilas o bolsones térmicos) y obligados a aceptar cualquier pedido para no ser penalizados por algunos algoritmos, pensar en días libres y aún más en bajas remuneradas resulta de momento utópico. Diecisiete repartidores han muerto en el último año en accidentes de tráfico, pero el Ayuntamiento no tiene competencias al respecto. “Debemos llegar al siguiente nivel, el estatal, que sí tiene atribuciones para regular la compensación por accidente o muerte en accidente laboral”, añade el líder sindical.
El descontento acumulado de estas vidas a la intemperie, en una ciudad de clima extremo, y la exacerbación de su precariedad por la pandemia, confluyeron en el momento adecuado, recuerda Colón. “Los días de lluvia hacemos más dinero, porque el cliente como que se apiada al vernos empapaditos y da más propina, pero es muy duro pedalear todo el día bajo el agua”, afirma Edwin, mexicano, antiguo pinche de cocina al que la pandemia reconvirtió en deliverista. Los días de lluvia torrencial, nada raros, reza por no tener que atravesar un túnel o un puente expuesto al viento. “Alrededor de la mitad de los deliveristas que entrevistamos, unos 500, han tenido algún accidente de trabajo, y el 75% tuvo que pagar de su bolsillo los gastos médicos”, recuerda la profesora.
Un mercado en plena transformación -el de Nueva York es el mayor del país, y el más voraz-, sometido a una competencia despiadada y en el que la picaresca se solapa tras el coladero de las responsabilidades, permitía hasta ahora, por ejemplo, pagar por encargo o por tiempo, indistinta y aleatoriamente, en función del beneficio que obtuvieran el negocio o la app. El 42% de los repartidores que participaron en el estudio cobraron menos de lo prometido, o incluso nada. “La base son 2,50 dólares por reparto, pero hemos visto apps que pagan 0,50″, recuerda Colón. Jonathan y Edwin celebran, sobre todo, poder ir al baño, esa reivindicación tan humana que también puso en pie de guerra a los trabajadores del gigante Amazon. “Si rechazo un encargo, caigo como 50 puntos en el ránking de la app”, dice contrariado Jonathan. “No tienen ninguna capacidad decisoria, están cautivos; ¡pero si ni siquiera pueden esperar dentro de los establecimientos cuando afuera diluvia o hace un calor infernal!”, denuncia Campos-Medina, que alerta de la proliferación de aplicaciones en la economía de los cuidados: una niñera o un cuidador al instante, a golpe de clic. Por eso, subraya la investigadora, lo que más allá de necesidades perentorias está en cuestión es la propia pertinencia del concepto trabajo, o al menos su definición tradicional: “Es un modelo que busca eliminar la integración del trabajador. Si no pueden negociar con las apps, entonces no pueden ser llamados trabajadores”.