Una maldición peor que el dinero

Las autoridades tienen que despertar contra los ataques informáticos antes de que sea demasiado tarde

Maravillas Delgado

El ransomware (un tipo de software malicioso que restringe el acceso a un sistema informático hasta que se pague un rescate) no es buen presagio para las criptomonedas. Los prescriptores de estas monedas digitales podrán hablar de inversores famosos como el fundador de Tesla, Elon Musk; el dueño de los Dallas Mavericks, Mark Cuban; la estrella del fútbol americano Tom Brady o la actriz Maisie Williams (Arya en Juego de tronos). Pero los últ...

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El ransomware (un tipo de software malicioso que restringe el acceso a un sistema informático hasta que se pague un rescate) no es buen presagio para las criptomonedas. Los prescriptores de estas monedas digitales podrán hablar de inversores famosos como el fundador de Tesla, Elon Musk; el dueño de los Dallas Mavericks, Mark Cuban; la estrella del fútbol americano Tom Brady o la actriz Maisie Williams (Arya en Juego de tronos). Pero los últimos ataques de ransomware (y el papel habilitador esencial que cumplen en ellos las criptomonedas) son un desastre de relaciones públicas.

Uno de los ataques sacó de servicio el mes pasado el oleoducto Colonial (lo que provocó un encarecimiento de la gasolina en la costa este de Estados Unidos), hasta que la empresa pagó a los piratas informáticos cinco millones de dólares en bitcoins; más cerca en el tiempo hubo un ataque a JBS, la mayor productora mundial de carne. Estos incidentes ponen de manifiesto algo que algunos venimos advirtiendo hace tiempo: las criptomonedas, dotadas de anonimato y dificultad para rastrear las transacciones, ofrecen a la evasión fiscal, el delito y el terrorismo posibilidades que hacen que por comparación los billetes bancarios de alta denominación parezcan inocuos. Aunque importantes defensores de las criptomonedas tienen conexiones políticas y han democratizado su base de apoyo, las autoridades no pueden quedarse de brazos cruzados para siempre.

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La idea de que las criptomonedas no son más que un inocente instrumento de reserva de valor es asombrosamente ingenua. Es verdad que los costes de transacción pueden ser lo bastante altos para disuadir de su uso en la mayoría de las operaciones minoristas habituales. Pero para alguien que quiera evitar controles de capitales estrictos (por ejemplo, en China o Argentina), lavar ganancias ilícitas (tal vez derivadas del tráfico de drogas) o eludir sanciones financieras de Estados Unidos (a países, empresas, individuos o grupos terroristas), las cripto todavía pueden ser una opción ideal.

Al fin y al cabo, el Gobierno de Estados Unidos lleva mucho tiempo haciendo la vista gorda al uso de billetes de 100 dólares como facilitadores de la compra de armas y el tráfico de personas (por no hablar de las dificultades que plantean a los gobiernos de países pobres para cobrar impuestos o mantener la paz interna). Aunque el bitcoin y otras variantes cripto todavía no han superado al dólar como herramientas de la economía subterránea mundial, es indudable que están en ascenso.

Hoy, cuando hasta importantes empresas financieras de Estados Unidos procuran ofrecer opciones cripto a sus clientes, cabe preguntarse en qué se invierte el dinero. Aunque se diga que las criptomonedas no tienen muchas aplicaciones reales ni un negocio subyacente, en realidad hay uno muy próspero: además de ser una apuesta a la distopía, ofrecen un modo de invertir en la economía subterránea mundial.

Si una regulación mucho más estricta de las criptotransacciones es inevitable, ¿cómo se explica el alza de las criptomonedas en general y la del bitcoin en particular (dejando a un lado las noticias diarias sobre su volatilidad)? Una parte de la respuesta nos la enseña la teoría económica: con tipos de interés nulos, pueden formarse enormes burbujas sostenidas en mercados de activos que no tienen valor intrínseco. Además, algunos criptoinversores sostienen que el sector se ha vuelto tan grande y atrajo a tantos inversores institucionales que los políticos jamás se atreverán a regularlo.

Puede que estén en lo cierto. Cuanto más se demoren las autoridades en actuar, más difícil será controlar las monedas digitales privadas. Los gobiernos de China y Corea del Sur ya empezaron a imponer fuertes restricciones a las criptomonedas, pero todavía no está claro hasta dónde llegarán. En Estados Unidos, varios grupos de presión de la industria financiera han tenido bastante éxito en evitar una regulación significativa de los activos digitales; da testimonio de ello la reciente decisión de Facebook de repatriar a Estados Unidos su proyecto de moneda digital, en respuesta a la ofensiva regulatoria internacional orquestada por las autoridades suizas.

Es verdad que el Gobierno del presidente Joe Biden ha dado al menos algunos pasos en la dirección de obligar a que se informen las transferencias de criptomonedas por más de 10.000 dólares (como parte de la lucha contra la evasión impositiva). Pero, en última instancia, las dificultades para el rastreo implican que para reducir la liquidez potencial de las criptomonedas se necesitará un alto grado de coordinación internacional, al menos en las economías avanzadas.

Tal vez esa sea una de las posibles razones del valor estratosférico del bitcoin, que a fines de mayo rondaba los 37.000 dólares (aunque su precio es tan variable como el clima). Si el bitcoin es una inversión en la tecnología de transacciones en la que se basa la economía subterránea mundial, y si incluso a las economías avanzadas les llevará mucho tiempo controlarlo, entonces hasta que eso suceda las transacciones pueden generar un buen volumen de renta. Al fin y al cabo, el valor actual de una empresa no depende de la expectativa de que existirá para siempre: piénsese en los combustibles fósiles.

Por supuesto, siempre habrá un mercado para las criptomonedas en países en guerra o Estados parias (aunque sus cotizaciones serían muy inferiores si no fuera posible lavar las tenencias de criptomonedas para ingresarlas en países ricos). Y puede que haya tecnologías para eliminar el anonimato y con él la principal objeción a las criptomonedas, pero es de suponer que eso también debilitaría su principal atractivo.

No hay nada que objetar a la tecnología block­chain de las criptomonedas, con su enorme potencial para mejorar nuestras vidas; por ejemplo, como base para una red confiable e imposible de adulterar para el seguimiento de emisiones de dióxido de carbono. Y aunque el funcionamiento del sistema del bitcoin demanda un consumo ingente de energía, ya existen alternativas tecnológicas más respetuosas con el medio ambiente, por ejemplo las basadas en la “prueba de participación”.

Para desgracia de quienes invirtieron todos sus ahorros en criptomonedas, los cada vez más frecuentes ataques de ransomware contra empresas y personas pueden terminar siendo el punto de inflexión que decida a las autoridades a ponerse firmes e intervenir de una vez por todas. Conocemos muchos dueños de pequeñas empresas en dificultades que han sido diezmadas por estas extorsiones. Puede que los gobiernos ya tengan herramientas ocultas para rastrear las criptomonedas, pero, aun así, están corriendo una carrera armamentística contra gente que encontró la forma ideal de hacer que el delito sea rentable. Las autoridades tienen que despertar antes de que sea demasiado tarde.

Kenneth Rogoff, ex economista principal del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.

© Project Syndicate, 1995-2021.


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