La decisión más difícil del BCE
Tras sacar toda su artillería contra la crisis del coronavirus, los bancos centrales buscan el complicado equilibrio de retirar las ayudas sin descarrilar la recuperación
Esta semana se cumplieron diez años de uno de los resbalones más sonados de la historia del Banco Central Europeo (BCE). El 7 de abril de 2011, Jean-Claude Trichet, entonces presidente del organismo, decretó en el tramo final de su mandato una subida de los tipos de interés que al poco tiempo se reveló como un gol en propia meta. El francés justificó esta decisión ante unos datos que, según dijo entonces, confirmaban una tendencia positiva en la actividad. Pocos meses después, la economía europ...
Esta semana se cumplieron diez años de uno de los resbalones más sonados de la historia del Banco Central Europeo (BCE). El 7 de abril de 2011, Jean-Claude Trichet, entonces presidente del organismo, decretó en el tramo final de su mandato una subida de los tipos de interés que al poco tiempo se reveló como un gol en propia meta. El francés justificó esta decisión ante unos datos que, según dijo entonces, confirmaban una tendencia positiva en la actividad. Pocos meses después, la economía europea se daba un batacazo, entrando en la segunda parte de la recesión con forma de W de la que tanto le costaría salir. El error fue garrafal.
Una década más tarde, el BCE puede presumir de tener muy poco que ver con el de entonces. El organismo que hoy encabeza la también francesa Christine Lagarde —y en general el resto de grandes bancos centrales del mundo— ha aprendido la lección.
Estas instituciones han perfilado un potentísimo arsenal de instrumentos —programas de compras de activos, sistemas para amortiguar el impacto en los bancos de los tipos de interés negativos, rondas de liquidez…— para evitar que lo que comienza como una recesión desemboque en una depresión de largo aliento, con una espiral de caídas de precios. Una trampa de la que es muy difícil escapar.
La respuesta a la crisis del coronavirus ha sido mucho más enérgica que la que obtuvo aquel crash que comenzó con las hipotecas basura y la caída en desgracia de Lehman Brothers. “Los bancos centrales han mostrado lo importante que es reaccionar rápido. Pese a algunos errores iniciales en la comunicación, se ha entendido que es más fácil solucionar un problema de esta magnitud con medidas contundentes y tempranas y no quedarse cortos o esperar”, asegura Jorge Sicilia, economista jefe de BBVA Research.
En esta ocasión, además, estos organismos con poderes gigantescos y de lenguaje casi indescifrable no han estado solos. La política fiscal ha acompañado a la monetaria, ya sea en forma de ERTE, de líneas de crédito subvencionadas o del multimillonario fondo de recuperación diseñado por la Unión Europea.
El BCE ha mostrado mayor capacidad de reacción, sí. Pero eso no quiere decir que el horizonte esté despejado. Al contrario. La zona euro entra en este último tramo de la pandemia —último, siempre y cuando se den dos requisitos: un correcto despliegue de las vacunas y que el virus no depare nuevas sorpresas negativas— caminando sobre un alambre.
Un debate por ahora un tanto apagado irá ganando decibelios a medida que la recuperación avance. Lagarde y los otros 24 integrantes del Consejo de Gobierno —que reúne a los seis miembros del Comité Ejecutivo y a los 19 gobernadores centrales de la unión monetaria— deberán decidir el ritmo al que empiezan a retirar estímulos. Y, sobre todo, en qué momento y cómo acaban con la joya de la corona de las herramientas desplegadas en esta crisis: el Programa de Compras de Emergencia para la Pandemia (PEPP, por sus siglas en inglés).
El BCE disparó el trallazo del PEPP en la noche del 19 de marzo de 2020. Buscaba el efecto sorpresa. Y consiguió su objetivo: demostrar que iba en serio. Esta vez en Fráncfort no iban a permitir que las dificultades de unos países derivaran en una crisis de deuda de toda la unión monetaria, como ocurrió una década antes. Entonces, el vaso amenazó con derramarse hasta que en julio de 2012 Mario Draghi pronunciara aquellas palabras que le garantizaron un lugar en la historia: aquello de que haría todo lo necesario para salvar al euro.
Bazuca contra el virus
Con el lanzamiento del programa de compra de activos, el banco central se comprometía a garantizar toda la financiación necesaria para los abultadísimos gastos en los que iban a incurrir los gobiernos por culpa de la pandemia. El remedio sería inyectar liquidez a raudales. Y, además, con total flexibilidad. Es decir, si hacía falta el BCE apoyaría a unos países más que a otros.
El PEPP nació con un monto de 750.000 millones de euros, pero ha ido creciendo hasta 1,85 billones a golpe de los nuevos zarpazos del virus. “Si no hubiera existido este programa, la zona euro habría experimentado una crisis económica y financiera severa, con consecuencias devastadoras para toda la sociedad”, escribió Lagarde el pasado 22 de marzo para celebrar el primer aniversario de la gran obra de su mandato.
Jean Pisani-Ferry, de Bruegel, destaca los pasos que ha dado el BCE en esta crisis. “El PEPP fue una iniciativa audaz que ha resultado exitosa. Sacarlo adelante no fue fácil. Lagarde y su economista jefe, Philip Lane, han reclamado con firmeza una política monetaria innovadora y más cooperación con la política fiscal. Han derrumbado la gran muralla china erigida en el Tratado de Maastricht para proteger al BCE de la influencia de la política fiscal. No es un cambio menor”, asegura el antiguo asesor del presidente Emmanuel Macron.
Con fricciones, las sucesivas ampliaciones del programa han salido adelante. Pero nada garantiza que esto vaya a continuar. El Consejo de Gobierno ha dejado claro que mantendrá las compras, al menos, hasta marzo de 2022. Y que reinvertirá los vencimientos hasta 2023. A partir de ahí todo son incógnitas. Todo dependerá de la marcha de la economía los próximos meses. Y del juego de equilibrios en el BCE.
La cacofonía de voces es cada vez más evidente. Mientras el italiano Fabio Panetta, miembro del Comité Ejecutivo, reclama una actuación más decidida, halcones como el holandés Klaas Knot lanzan un mensaje nítidamente distinto. Los más reacios a echar más leña para calentar la recuperación insisten en que el segundo semestre del año traerá más inflación y crecimiento. “Si este escenario se cumple, veo claro que a partir del tercer trimestre podemos empezar a eliminar gradualmente el PEPP”, aseguró esta semana el holandés, uno de los más duros de los que se sientan en el sanctasanctórum del BCE.
Lo que se decida en Fráncfort será clave para España, la economía más golpeada por el coronavirus el año pasado y que ve cada vez más lejos la vigorosa recuperación que preveía el Gobierno este año. “A España, la eventual retirada de estímulos le podría coger en peor situación que otros países. Confío en que el proceso será gradual, pensando de forma global y sin cometer grandes errores”, sintetiza Óscar Arce, director de Economía y Estadística del Banco de España.
Arce, que acompaña al gobernador Pablo Hernández de Cos en las reuniones en Fráncfort, asegura que sería de mucha ayuda que España tuviera lista una estrategia a medio plazo de reformas y consolidación fiscal. “Estamos capeando la crisis acertadamente, con un elevado volumen de estímulo monetario y fiscal. Pero en algún momento vamos a salir de esta situación”, concluye.
La idea de ir soltando amarras poco a poco se extiende. En Alemania predominan las voces que alertan ante un BCE hiperactivo. Es la opinión de Clemens Fuest, presidente del instituto Ifo de Múnich y uno de los economistas más famosos de su país. “La política monetaria tiene efectos limitados en una situación con tipos de interés cero o negativos”, responde. “La clave para impulsar la recuperación está ahora en la política fiscal”, concluye tajante.
La respuesta europea contrasta con la de Estados Unidos. Allí, destaca el activismo de la nueva Administración Biden, dispuesta a ir hasta el final. E incluso un poco más allá. Nada más aprobar un nuevo plan de estímulos por valor de 1,9 billones de dólares (unos 1,6 billones de euros), el nuevo presidente demócrata ya habla de otro súper paquete para invertir dos billones de dólares en infraestructuras. Mientras, en Europa, el plan de recuperación de 750.000 millones remolonea. Y se encuentra con obstáculos inesperados como el freno a la ratificación del Constitucional alemán, una decisión anunciada el pasado 26 de marzo con efectos muy difíciles de calibrar porque bloquea sine die unos subsidios y préstamos que, en teoría, debían haber empezado a fluir desde el 1 de enero —y de los que España espera obtener hasta 140.000 millones de euros—.
Además, el presidente de la Reserva Federal (Fed), Jerome Powell, ha dejado claro que no subirá tipos al menos hasta 2024, pese a una recuperación que en Estados Unidos toma velocidad de crucero. “Seguiremos apoyando a la economía todo el tiempo que sea necesario”, dijo el mes pasado.
“La diferencia entre una zona y otra radica en la ambición de la respuesta”, sintetiza el economista Ángel Ubide. “En Estados Unidos quieren que esta vez sea diferente respecto a la crisis pasada. No buscan solo volver al nivel de actividad previo a 2020, sino recuperar el crecimiento perdido por culpa del coronavirus”, añade.
Líderes diferentes
Otra de las diferencias entre esta crisis y la anterior es el perfil del capitán al mando de la nave. En la torre de Fráncfort que acoge al BCE se oyen con regularidad añoranzas al anterior presidente, Mario Draghi, un banquero central con pedigrí. El italiano podía levantar ampollas entre los halcones, pero nadie dudaba de sus profundos conocimientos de política monetaria. Lagarde, en cambio, tiene una experiencia completamente distinta.
Abogada de formación, la exministra francesa y exjefa del Fondo Monetario Internacional puede presumir de galones en las reuniones políticas. Pero las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Gobierno son otra cosa. Allí, cualquier palabra fuera de lugar puede hundir los mercados. Le ocurrió el año pasado, cuando tuvo que rectificar una frase que disparó la prima de riesgo del sur del continente. Y le ocurre a veces, que patina en sus explicaciones. “Eso pasa cuando nombras a una política para este puesto. Ahora muchos se dan cuenta de que no cualquiera puede ser banquero central”, asegura una fuente que pide el anonimato. “Quizás habría sido una buena presidenta de la Comisión Europea”, añade otra, con un deje de malicia.
“Ha cometido errores costosos. En sus ruedas de prensa falta el dominio que los mercados esperan del presidente de un banco central. Su última comparecencia, en marzo, fue el ejemplo de cómo no hacerlo. Draghi podía leer el listín telefónico y los mercados se mostraban entusiastas. Con Lagarde, a veces, ocurre exactamente lo contrario”, lanza Carsten Brzeski, economista jefe de ING.
No es solo la experiencia. Lagarde también se diferencia de Draghi en su forma de liderar. El hoy primer ministro italiano marcaba el camino, muchas veces a costa de incendiar los ánimos entre sus colegas. La francesa, en cambio, busca el consenso. Ella, que heredó un Consejo de Gobierno enfrentado entre halcones y palomas, entre norte y sur, ha tratado de sanar las heridas. Pero esa era una fórmula que tenía sentido en tiempos tranquilos. Y el golpe mayúsculo que ha supuesto el coronavirus no deja lugar para titubeos.
La pandemia, además, ha opacado una cuestión crucial a la que el BCE debe responder. La revisión de su estrategia, que redefinirá el objetivo de inflación, debía estar lista en 2020, pero el coronavirus la ha retrasado a la segunda mitad de este año. La idea es pasar de la barroca formulación de “por debajo pero cerca del 2%” a una mucha más directa: simplemente un 2%. Se trata de un cambio aparentemente menor, pero de consecuencias importantes. Aunque los detalles están por definir. Y ahí es donde el BCE puede embarrarse.
La Reserva Federal estadounidense dejó claro el año pasado que iba a tolerar temporalmente una inflación superior al 2% y que pensaba ocuparse de los problemas de desigualdad que surjan del mercado laboral. Este giro hacia posiciones más heterodoxas mete presión a la zona euro.
“Podría percibirse al BCE como un banco central con menos tolerancia a tener una inflación por encima del 2% incluso en una situación como la actual. Y eso podría tener un impacto estructural en el tipo de cambio, llevando a apreciarse el euro. Eso sería negativo”, explica el economista jefe del BBVA. “Es importante que el BCE permita que la inflación sobrepase temporalmente y de forma moderada ese nivel, después de haber sufrido un periodo tan largo de inflación muy baja”, añade Arce. “La Fed ha sido muy explícita en la redefinición de la nueva estrategia. Y el BCE, en un Consejo de Gobierno con tanta gente con tantas opiniones diversas, debería hacer algo parecido para minimizar la ambigüedad”, cierra Ubide.
Desequilibrio social
Los riesgos están por todas partes. Y los banqueros centrales saben que viven en un mundo en el que ya no pueden hablar solo de inflación. Desigualdad, cambio climático, paridad de género, ciberseguridad, monedas digitales… Son temas que antes no entraban en los discursos llenos de variables matemáticas que pronunciaban los jefes de la política monetaria. Un banquero central tiene hoy que bajar al barro. Mojarse en otros temas. Pero siempre mantener su función primordial: asegurar la estabilidad de precios. Un círculo difícil de cerrar.