Emprendedores con salero
La Universidad de Cádiz crea un vivero de empresas en unas salinas para que “el saber artesanal interactúe con la economía”
Si no fuera por los tórridos 30 grados que caen a plomo en plena canícula, parecería que Demetrio Berenguer está cosechando lascas de nieve en el agua. Es en los postreros minutos de sol que bañan de dorado a las salinas de La Esperanza, en Puerto Real, cuando la preciada flor de sal emerge a la superficie de los cristalizadores y crea el gélido trampantojo. Pero Berenguer, hombre de pocas palabras y uno de los últimos salineros que resisten en Cádiz, no está para metáforas. Lo suyo es enseñar l...
Si no fuera por los tórridos 30 grados que caen a plomo en plena canícula, parecería que Demetrio Berenguer está cosechando lascas de nieve en el agua. Es en los postreros minutos de sol que bañan de dorado a las salinas de La Esperanza, en Puerto Real, cuando la preciada flor de sal emerge a la superficie de los cristalizadores y crea el gélido trampantojo. Pero Berenguer, hombre de pocas palabras y uno de los últimos salineros que resisten en Cádiz, no está para metáforas. Lo suyo es enseñar la práctica del oficio en extinción que aprendió de sus ancestros. Desde hace apenas un mes, las únicas salinas del mundo gestionadas por una universidad —según asegura su responsable, la Universidad de Cádiz— acogen al bregado salicultor, junto a otros seis emprendedores que aprenden del maestro en un singular vivero de empresas nacido en mitad de las marismas de la Bahía de Cádiz.
Berenguer mueve con maestría el gazapillo —una red unida a un mástil parecida a un limpia-piscinas— con el que captura la flor de sal, mientras los emprendedores Rocío Márquez y Javier Gutiérrez no le quitan ojo. “Dice que le preguntamos mucho”, confiesa entre risas la joven de 28 años. Hace escasos días que la pareja constituyó su empresa Mar Natural con la que pretenden dedicarse a la venta de ostiones, almejas, camarones o cloruro de sodio y ya están recogiendo los primeros frutos de su cosecha de sal en La Esperanza. Esa transmisión de saber antiguo que ya fluye entre el salicultor y los dos empresarios es justo lo que pretendía el biólogo Alejandro Pérez Hurtado cuando ideó crear un vivero en las 39 hectáreas de salinas que gestiona la UCA como laboratorio al aire libre. “Queremos traer la cultura antigua al siglo XXI y que sea capaz de producir. El saber artesanal tiene que interactuar con la economía”, explica el director de los Servicios Centrales de Investigación en Salinas (SC-ISE) de la Universidad de Cádiz.
“Antes, a las salinas venía mucha gente a aprender. El que quería, tenía trabajo. Pero esto es más duro que el campo y muchos no aguantaban. Cuando me ofrecieron estar aquí me hizo ilusión, es bonito enseñar a la juventud para que esto no se pierda”, explica Berenguer justo antes de cambiar el gazapillo por la vara, el instrumento con el que se cosecha la sal artesanal cuando el agua se evapora. Pese a haber nacido en una salina hace 58 años, el salinero es otro de los que se acaba de lanzar a la ventura de emprender, tras quedarse sin trabajo en el sector de la acuicultura para el que trabajó: “Cuando estaba parado, el día se me hacía largo, ahora no. Nadie se había preocupado hasta ahora de averiguar sobre la cultura salinera”.
La desazón del salinero no está exenta de motivos. Las cinco salinas artesanales que se mantienen activas en la bahía contrastan con las más de 150 que llegaron a funcionar entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando la provincia fue uno de los polos salineros más importantes del mundo. Los avances en las técnicas de conservación de alimentos y la mecanización de la extracción de la sal llevó al abandono de una actividad que, desde época fenicia, había ido antropizando buena parte de las marismas del actual Parque Natural Bahía de Cádiz (de unas 10.000 hectáreas de extensión). Una pequeña porción de ese inmenso territorio de humedales y diversidad es el que ahora se ha convertido en un vivero empresarial que “une cultura, economía y medioambiente”, según apunta Perez Hurtado.
“Pero esto no es solo un ideal romántico. En un mes ya tenemos siete empresas. Tenemos ocupadas 11 de las 14 naves —nombre con el que se conoce a los espacios en los que se cultiva la sal— y seguimos abiertos a peticiones”, añade el biólogo. A los primeros pasos como empresario de Berenguer y a Mar Natural se suman las empresas Martinete (dedicada al ecoturismo), Estero Natural (que cría ostiones y realiza actividades de turismo gastronómico), Marisma 21 (una consultoría especializada en acuicultura), Productos La Salá (que cultiva plantas de salicornia) y la ONG Salarte. A todas las actividades que tienen ánimo de lucro, el Vicerrectorado de Políticas Científicas y Tecnológicas tan solo les pide 200 euros de alquiler anual por nave y un 10% de las ventas de lo producido para reinvertirlos en el propio proyecto.
El director del SC-ISE tiene ya en mente a qué irán esos beneficios que les permitirán seguir creciendo: “Queremos potenciar, revitalizar y tutorizar”. Desde que el biólogo conoció La Esperanza por primera vez en el año 1989, en el transcurso de su tesis doctoral, se dio cuenta “del enorme potencial que tiene el espacio”. En 2012, la UCA se convirtió “en la única universidad del mundo que gestiona una salina” con fines investigadores, según explica Pérez Hurtado. Ahora, el experto espera que el vivero sirva para financiar la puesta en marcha de nuevas naves o la rehabilitación de unas edificaciones existentes para convertirlas en un centro de formación.
Con los cinco espacios que Mar Natural se ha adjudicado, Gutiérrez estima, abrumado, que este verano podrían llegar a cosechar “unos 300.000 kilos” de condimento. La idea de la pareja de empresarios es intentar vender el producto —la sal artesanal ronda los dos euros el kilo y la flor de sal hasta los 20 euros— se puede a tiendas gourmet o a intermediarios. “Todo ha sido muy rápido gracias a la universidad. Esperamos que nos sirva para darnos un empujón muy grande en lo económico y reinvertirlo en el cultivo de ostras”, apunta el emprendedor de 30 años.
La cálida brisa de levante —viento seco y caluroso en Cádiz— ayuda a que el sueño de Márquez y Gutiérrez se acelere. En ese inmenso serpentín natural que es una salina, el agua pasa por un laberíntico recorrido de canales hasta que llega a las naves, compartimentadas en cristalizadores donde el agua se evapora hasta quedar reducida a cloruro de sodio enriquecido con diversos minerales y que no necesita de lavados y yodados, como ocurre con la industrial. El sistema, tan antiguo como efectivo, dio de comer durante siglos a regiones costeras de todo el mundo e inspiró a las grandes productoras mecanizadas de sal. Ahora, en el vivero empresarial de La Esperanza sueñan con revivir en la nueva economía verde a un oficio que amenaza con extinguirse. “No tenemos más pretensión que no perder la esperanza”, zanja ilusionado Pérez Hurtado.