Análisis:EL ACENTO

El hospital y la indignidad

La delgada línea entre privacidad y necesario conocimiento público de las cuestiones que afectan a los políticos, y por tanto, a los administrados, es cada vez más difícil de discernir. Son recurrentes las polémicas sobre la publicidad de ingresos y otros bienes, dato que afecta no solo al político, claro, sino a sus familiares, que quizá vean en letra impresa lo que nadie tiene por qué saber. Pero ahora ha surgido una nueva pelea en la plaza mayor: ¿Debe una ministra o un presidente de comunidad autónoma informar al respetable de sus dolencias? ¿En qué grado? ¿Se cuenta el orzuelo o solo el c...

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La delgada línea entre privacidad y necesario conocimiento público de las cuestiones que afectan a los políticos, y por tanto, a los administrados, es cada vez más difícil de discernir. Son recurrentes las polémicas sobre la publicidad de ingresos y otros bienes, dato que afecta no solo al político, claro, sino a sus familiares, que quizá vean en letra impresa lo que nadie tiene por qué saber. Pero ahora ha surgido una nueva pelea en la plaza mayor: ¿Debe una ministra o un presidente de comunidad autónoma informar al respetable de sus dolencias? ¿En qué grado? ¿Se cuenta el orzuelo o solo el cáncer?

Hasta ahora, el sentido común, y también el de la dignidad, que como otras nobles cualidades no hay mucha necesidad de explicar en qué consiste, fijaba el límite adecuado y el momento oportuno. El respeto entonces a la intimidad nadie lo ponía en duda y se actuaba sobre terreno conocido y aceptado. Dejemos estar las cosas mientras están en un estadio que nada compromete a la actividad pública del interesado, más allá de faltar al trabajo, como hace cualquiera, dos, tres días o una semana.

Pero como la indecencia y la ignominia ya lleva años anidando en determinados medios de comunicación, empeñados sus adalides en romper cualquier atisbo de convivencia civilizada, cualquier catarro se puede convertir en un casus belli si consigue dañar de alguna manera, o eso creen ellos, al adversario político, que es, para estos bárbaros, no aquel con el que se discrepa, no, sino al que se odia. No basta con ganarle en las urnas, que es menester borrarle del mapa, aniquilar honra y memoria.

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El trato recibido por Alfredo Pérez Rubalcaba de alguno de estos profesionales de la inmundicia en sus aquelarres radiofónicos o televisivos, ha sido realmente nauseabundo. Desde la duda sobre la enfermedad, ese tan celtibérico dicho de a saber qué ocultan, hasta el indisimulado deseo de que quizá, quizá, el futuro para todos nosotros sería mejor si la enfermedad fuera, de verdad, grave, grave. Una impudicia que reluce, como el diamante en el estiércol, si se compara con el exquisito trato que se dispensó -el normal, el natural, el decente- hace bien poco a otro personaje público.

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