Columna

El 'culebrón Sinde'

Hace algún tiempo un fiscal de Granada solicitó dos años de prisión para un pastor de las Alpujarras por arrancar 190 gramos de una variedad protegida de manzanilla en el Parque de Sierra Nevada. El juez, en cambio, absolvió al acusado al considerar que era absurdo permitir que sus ovejas comiesen cuanta hierba quisieran -incluida la citada manzanilla- y condenar al mismo tiempo al dueño por coger un manojo de esta planta.

Algo similar puede ocurrir con las medidas que reiteradamente se vienen exigiendo al Gobierno, por parte de las industrias culturales, para frenar la piratería de con...

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Hace algún tiempo un fiscal de Granada solicitó dos años de prisión para un pastor de las Alpujarras por arrancar 190 gramos de una variedad protegida de manzanilla en el Parque de Sierra Nevada. El juez, en cambio, absolvió al acusado al considerar que era absurdo permitir que sus ovejas comiesen cuanta hierba quisieran -incluida la citada manzanilla- y condenar al mismo tiempo al dueño por coger un manojo de esta planta.

Algo similar puede ocurrir con las medidas que reiteradamente se vienen exigiendo al Gobierno, por parte de las industrias culturales, para frenar la piratería de contenidos sujetos a propiedad intelectual. El debate mediático provocado por la llamada Ley Sinde (resucitada ayer a última hora, tras el acuerdo PSOE-PP), se ha prolongado durante más de un año sin que se incorporen soluciones realmente imaginativas frente a las descargas no autorizadas, que no entren en conflicto con derechos tan importantes como el de expresión o el del secreto en las comunicaciones.

La sustitución del comercio de átomos, por el intercambio de bits -según la terminología de Negroponte- ha traído unos cambios tan rápidos y colosales al consumo del ocio que ni las legislaciones, ni los propios productores han tenido tiempo de adaptarse a los mismos.

Nadie pone en duda que todo creador tiene derecho a recibir una compensación económica por su trabajo. El problema es cuánto, cómo y a quién se va a cobrar por el uso de estas mercancías. Si un amigo presta a otro un disco o un libro, el receptor no pregunta si estos son "legales". Tampoco el fiador acostumbra a exigir que estas obras no se copien. Traslademos esta situación al mundo de las redes sociales. Cientos de amigos virtuales, dispuestos a compartir películas, canciones o novelas que previamente han sido depositadas en alguno de los innumerables contenedores de archivos que existen en la red, ubicados físicamente en cualquier lugar del mundo.

¿Cómo se financiará entonces la cultura? En primer lugar gracias al "mecenazgo" -voluntario o inducido- de los grandes beneficiarios de Internet: proveedores de acceso, multinacionales de la informática... En segundo término, mediante una readecuación de los precios a la venta de bits, aceptando que, en ciertos ámbitos, la época de la compra de átomos quedó ya atrás. Experiencias como la de iTunes o Spotify parecen ir por esa vía. La generalización de la verdadera banda ancha permitiría el visionado online de estrenos a tarifa de videoclub. Para la industria siempre será mejor esta opción a que cualquier película americana esté disponible subtitulada en la red, antes de su estreno en España. Claro que también existe la posibilidad de crear una ciberpolicía mundial que se dedique a cerrar páginas, bloquear accesos y vigilar lo que los usuarios se bajan desde casa. Qué quieren que les diga. A mí esta segunda alternativa me produce un poco de miedo.

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