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Lo prohibido

La plaza de toros Monumental, situada junto a la parada del mismo nombre, fue abierta en 1914

No seré yo quien le niegue la épica a jugarse la vida frente a un animal armado con dos grandes cuernos. Resultaría muy fácil hacer la parodia, porque todo en el toreo resulta tópico; los olés, las dedicatorias del diestro, los abanicos, los pañuelos blancos, los pasodobles y los cojines de alquiler; los sacrificios cruentos a dioses olvidados suelen serlo. También entiendo que a los ojos de muchos sea una crueldad propia de bárbaros con brillantina. Pero ¿era necesario hacer de esto un debate político? Descartada la consideración sobre el maltrato (dudosa base del asunto), nos quedan cuestion...

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No seré yo quien le niegue la épica a jugarse la vida frente a un animal armado con dos grandes cuernos. Resultaría muy fácil hacer la parodia, porque todo en el toreo resulta tópico; los olés, las dedicatorias del diestro, los abanicos, los pañuelos blancos, los pasodobles y los cojines de alquiler; los sacrificios cruentos a dioses olvidados suelen serlo. También entiendo que a los ojos de muchos sea una crueldad propia de bárbaros con brillantina. Pero ¿era necesario hacer de esto un debate político? Descartada la consideración sobre el maltrato (dudosa base del asunto), nos quedan cuestiones identitarias o de visibilidad. Como escribía Manuel Delgado en uno de sus libros, la prohibición, más que proteger al animal, preserva al espectador que se escandaliza con lo que interpreta como salvaje.

Durante la I Guerra Mundial Barcelona necesitaba un coso para acoger a tanto refugiado
Tras la prohibición, los toros van a extinguirse en Cataluña con las gradas medio vacías

Mi madre es acérrima enemiga de los toros, y eso que mi madre fue un porrón de años carnicera del buey y la ternera en mercado municipal. Por mi parte, confieso una pasión rayana en el delirio por el rabo de toro estofado. Así pues, mi entrada en la plaza Monumental de Barcelona me llena de dudas e interrogantes. La plaza, situada junto a la parada de metro Monumental de la línea 2, fue inaugurada en 1914. Durante la I Guerra Mundial la ciudad necesitaba un coso de buenas dimensiones para acoger a tanto refugiado y a tanto exiliado como apareció por Barcelona. En aquellos tiempos se llenaba de condes rusos, dadaístas alemanes y desertores del ejército francés, que huían de las matanzas en las trincheras y se distraían con las matanzas en el ruedo. Esta es una plaza en la que una parte del público siempre ha estado de paso, como los marineros de la VI Flota de Estados Unidos, que harían suyo el lugar en la década de 1950. Después llegarían el turismo y las suecas con las piernas al aire.

En la entrada principal, el señorito engominado comparte espacio con el rubicundo moscovita que pasa con una exaltación triunfal por el control de acceso, como quien acaba de franquear las puertas del Palacio de Invierno. Apenas veo una sola bandera, si acaso un cartel improvisado que reza: "Els toros també són catalans". La función es al aire libre. Se puede beber, se puede fumar, se puede traer el lomo rebozado en la fiambrera. Como el propio espectáculo, todo resulta políticamente incorrecto y a la vez despojado de ese puritanismo de sacristía que a veces afecta a la izquierda de este país.

Una ancianita encantadora -a quien me cuesta imaginar como una bestia sedienta de sangre- ayuda a encontrar su asiento a unas japonesas que sujetan en sus manos un pañuelo blanco, prueba de que los nipones siempre van preparados vayan a donde vayan. Huele intensamente a puro y a perfume de mujer. A los acordes de la banda, un par de paisanos intentan contactar a gritos con un familiar que está unos pasillos más abajo: "¡Capullo, mira para arriba!". Sentado a mi lado, un periodista anglosajón lleva media hora escribiendo sin parar en su cuaderno, cuando de pronto salen los diestros a hacer el paseíllo.

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Es mi primera corrida y a este paso seguramente la última. Tras la prohibición, los toros van a extinguirse en Cataluña con las gradas medio vacías. Otra vez en la calle, encuentro a un amigo y nos vamos a tomar una cerveza al Bretón, el bar que hay junto a la plaza. Aunque sea un aficionado, parece civilizadamente resignado. Entre carteles taurinos, una familia de chinos sirve cañas y pinchos de tortilla a un grupo de franceses de Montpellier que comentan la tarde antes de volverse por la autopista. No parecen muy preocupados por este principio del fin. Tampoco los antitaurinos están muy eufóricos. ¿Será verdad lo de la apatía catalana?

En pocos minutos el gentío ha desaparecido de las aceras. Nadie reivindica esto o aquello. Yo, por si acaso, no le he dicho a nadie que venía. Opinemos lo que opinemos, esta ya es una reunión casi clandestina.

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