Columna

Los locos de la autopista

Permítanme que incumpla mis principios sobre los chistes recordándoles aquel del automovilista que va por una autopista en sentido opuesto y escucha por la radio la alerta a los conductores de que un coche va circulando en dirección contraria. "¿Uno?", se indigna,"¡van cientos!". Esa convicción debe de ser la que guía al PP de Galicia en la polémica del debate del gallego. Después de irrumpir en la autopista de la normalización con una trayectoria opuesta a la general, incluida la que fue suya, parece sorprenderse de que se enciendan las alarmas y de que absolutamente todos los demás vayan al ...

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Permítanme que incumpla mis principios sobre los chistes recordándoles aquel del automovilista que va por una autopista en sentido opuesto y escucha por la radio la alerta a los conductores de que un coche va circulando en dirección contraria. "¿Uno?", se indigna,"¡van cientos!". Esa convicción debe de ser la que guía al PP de Galicia en la polémica del debate del gallego. Después de irrumpir en la autopista de la normalización con una trayectoria opuesta a la general, incluida la que fue suya, parece sorprenderse de que se enciendan las alarmas y de que absolutamente todos los demás vayan al revés.

Excepto que pretenda rebanar el movimiento sociocultural de defensa del idioma con la misma determinación que tuvo Margaret Thatcher para laminar el poder de los sindicatos, o Francisco Vázquez para acogotar al movimiento vecinal (y de paso, todo lo que se moviera). Es decir, provocar el enfrentamiento para conseguir la aniquilación definitiva. Claro que para lograrlo y conseguir hacer creer a la mayoría de que los intereses propios son los generales se precisa una conducción hábil, y no andar a volantazos.

Lo del trilingüismo pone los pelos como escarpias a cualquiera relacionado con la educación

No estaría de más recordar cuándo y por qué la dirección del PPdeG entró por la salida de la autopista. Las últimas declaraciones sensatas sobre el asunto datan de febrero de 2007, y las dijo nada menos que Manuela López Besteiro, una persona con reconocido conocimiento del tema, en lo profesional y en lo político: "Garantiza el equilibrio y la competencia lingüística de los dos idiomas", valoró el acuerdo de los tres partidos sobre el decreto que días después se convertiría en "el de la imposición".

Obviamente, una mutación tan rápida hubo que vestirla hilvanando retales de otras guerras lingüísticas y remiendos de prejuicios propios desechados. Clamar contra la discriminación del castellano era un delirio, pero aprovechaba el eco publicitario de campañas similares de por ahí. Invocar la libertad de elección de idioma es un sofisma con un largo rodaje en A Coruña, en donde los sectores refractarios a la oficialidad de la denominación de la ciudad argumentan que cada uno pueda llamarla como quiera, como si eso estuviese en cuestión, o alguna ley haya pretendido en ningún momento establecer en qué términos se deben manejar los ciudadanos en su vida particular.

El disfraz así pergeñado fue efectivo en la campaña electoral en dos aspectos: para restañar posibles fugas de votos hacia UPyD y para dejar patente la anemia argumentativa de la coalición de gobierno. Pero, fuera del circuito cerrado de la política produjo otros dos enormes efectos colaterales. Uno, despertar el resquemor hacia el idioma que tenía una parte de la clase media, que al verse con las riendas sueltas después de décadas de teórica armonía, degeneró en abierto desprecio. Otro, que la defensa del gallego pasó a ser asumida por la sociedad civil, con amplio eco en sectores que durante décadas habían confiado cómodamente el asunto a las instituciones. El virus se escapó del laboratorio, vamos. La reacción de las batas blancas fue pedir calma y recetar bilingüismo cordial. Habría valido antes, cuando el cuerpo social no había desarrollado anticuerpos contra la palabrería.

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El siguiente volantazo argumental fue que el decreto no iba contra el gallego, sino a favor del inglés. Y por si la anglolatría reinante no bastase para hacer tragar la píldora, se revistió de medida social. "Mi familia no tuvo la capacidad de mandarme a una escuela bilingüe", lamentó y justificó su ignorancia del inglés el presidente Feijóo (al que su familia le dio estudios, francés incluido, en los Maristas de León, y que debe de estar razonablemente satisfecha de a dónde ha llegado pese a lo del inglés). Lo del trilingüismo, cordial, social o virtual, ha acabado de poner los pelos como escarpias a cualquiera mínimamente relacionado con la educación.

Las situaciones límite sacan lo mejor y lo peor de cada uno. En los conselleiros de Educación y Cultura están provocando que dos señores que podrían mantener una conversación interesante en privado se comporten en público como un abstemio que ha vaciado una botella de whisky y proclama a voz en cuello sus prejuicios como si fuesen verdades. Lo de que la cultura gallega está "acomplejada y ensimismada" podría haberlo dicho un intelectual con ganas de darse una pátina de autenticidad y malditismo, pero que lo haga el responsable del sector es como si hubiese conselleiro de lo rural (aunque nunca se sabe, el otro día supe que lo había de Economía porque se quejó de que no lo recibía el ministro de Industria) y opinase que la patata gallega tiene la consistencia y el sabor del caucho.

Desde el punto de vista partidario, habrá quien tenga la tentación de regodearse esperando a que la Xunta se estrelle. Sin embargo, sería necesario posibilitar que salgan por donde entraron, antes de que acaben haciéndole daño a alguien.

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