Columna

'Madrid', territorio ideológico

Intelectuales, escritores y periodistas catalanes han reprochado a algunos de sus colegas en el resto de España el silencio en torno a la suerte del Estatut y ahora también a la desafección de Cataluña. Con alguna frecuencia, han querido ver este silencio como una prueba de que, en el fondo, no hay diferencia entre izquierda y derecha a la hora de tratar los asuntos relacionados con el autogobierno. Y de ahí que, siempre de acuerdo con esta línea de razonamiento, sea posible hablar de Madrid, que no sería tanto un punto geográfico como un territorio ideológico en el que convivirí...

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Intelectuales, escritores y periodistas catalanes han reprochado a algunos de sus colegas en el resto de España el silencio en torno a la suerte del Estatut y ahora también a la desafección de Cataluña. Con alguna frecuencia, han querido ver este silencio como una prueba de que, en el fondo, no hay diferencia entre izquierda y derecha a la hora de tratar los asuntos relacionados con el autogobierno. Y de ahí que, siempre de acuerdo con esta línea de razonamiento, sea posible hablar de Madrid, que no sería tanto un punto geográfico como un territorio ideológico en el que convivirían los más feroces adversarios, férreamente unidos, sin embargo, en sus recelos hacia Cataluña.

Lo que tal vez no se ha comprendido del silencio, o por mejor decir, de algunos silencios en torno a la suerte del Estatut y a la desafección de Cataluña es que obedecen no a razones políticas en sentido estricto, sino a un desacuerdo de raíz sobre lo que la política puede y no puede abordar y, en consecuencia, sobre lo que la política puede y no puede resolver.

El Gobierno del PP expulsó a los nacionalistas de órganos del Estado
Partidos catalanes niegan legitimidad al Constitucional 'contra' el Estatuto

Desde que en 1993 se extendió la plaga del regeneracionismo, espoleada por las necesidades electorales de un Partido Popular que decía encarnar no las mejores soluciones, sino las más altas virtudes, el discurso público se ha deslizado imparablemente hacia las siguientes estaciones del pensamiento castizo, empezando por las febriles categorías nacionalistas del 98 y terminando en los orteguismos más inanes. A las jeremiadas sobre la ruptura de España se respondió en su día con las proclamas de la España plural, una criatura tan fabulosa como la de la España una. De la misma forma que ahora, frente a los lamentos por la desafección de Cataluña, se desenfunda el artefacto de la conllevancia.

Planteada la cuestión en estos términos, que son en realidad los del pensamiento castizo, nada mejor que guardar silencio si lo que se quiere es buscar una solución política. Porque para buscar una solución política lo primero que se requiere es plantear el problema en términos políticos, huyendo de metáforas antropomórficas sobre naciones que se rompen o se matan o se mueren, que izan o arrían dignidades ofendidas o que se cruzan con la nación vecina y se dicen "válgame dios, qué cruz que me ha caído, pero qué otro remedio me queda sino seguir viviendo puerta con puerta con esta maniática".

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El deterioro del sistema autonómico que se manifiesta en las tensiones en torno al Estatut de Cataluña tiene su origen en una remota decisión: ebrio de nacionalismo español, el Gobierno del Partido Popular, con la insólita aquiescencia de los socialistas en algunas ocasiones, expulsó a los partidos nacionalistas de los principales órganos del Estado, desde el Consejo de la radiotelevisión pública de entonces hasta la Mesa del Congreso y del Senado, pasando por el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional. En este último caso, la decisión tuvo consecuencias retardadas, pero desastrosas. Privado de magistrados elegidos a propuesta de los nacionalistas, el Constitucional estaba condenado a transformarse en lo que hoy parece: el garante del Estado central frente a las autonomías.

A este hecho, ya de por sí suficientemente desestabilizador, se ha sumado la indecente manipulación por parte de los dos grandes partidos de la obligada renovación de sus miembros, buscando mayorías favorables o contrarias al Estatut. No es el mejor aval para un órgano que tiene una decisión trascendental en sus manos, y así lo han hecho saber algunos partidos catalanes. Pero el contrasentido en que éstos han incurrido en ocasiones ha sido decir que el Tribunal carece de legitimidad para fallar contra el Estatut; si está deslegitimado, tampoco podría hacerlo a favor y, por tanto, antes que la constitucionalidad del texto habría que resolver el problema del Tribunal, que no sólo afecta a Cataluña, sino al sistema democrático español en su conjunto. Sobre todo porque a estas inquietantes razones vino a sumarse una nueva: el recurso del Partido Popular contra algunos preceptos del Estatut que, sin embargo, han sido validados en otras reformas autonómicas, corre el riesgo de convertir en discriminación contra Cataluña lo que, en principio, algunos de sus redactores trataron de imponer como privilegio.

Si en lugar de buscar una salida a este laberinto traduciendo en términos políticos problemas que también lo son, se impone, como se ha impuesto, hablar de sentimientos colectivos o desempolvar viejas metáforas del pensamiento castizo, aplicándoselas a España o Cataluña según convenga, entonces no hay nada que decir. Mejor, en efecto, guardar silencio, aunque el territorio ideológico que es Madrid se desplome sobre nuestras cabezas.

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